Considero que el padre José Luis Alemán (1928-2007), como mucho antes que él santo Tomás Moro, es un hombre de su tiempo y para todos los tiempos. Esa virtud se demuestra no solamente en su obra como economista, sino muy en especial en un ámbito más desconocido de su amplia labor pedagógica; a saber, sus intuiciones críticas sobre la sociedad dominicana.
Realidades constitutivas de la historia social dominicana. Concluida su larga formación de más de 15 años en la segunda mitad de la década de 1960, y con un doctorado en economía, a Alemán aún le quedaba por descubrir que la realidad siempre es mucho más rica que cualquier concepto o teoría.
Ese descubrimiento lo realizó en la República Dominicana, donde residió a partir de 1966, cuando fue puesto al frente del Centro de Investigación y Acción Social de la Compañía de Jesús y, desde el año 1968 hasta su muerte en 2007, mientras se mantuvo relacionado con la otrora Universidad Católica Madre y Maestra, hoy Pontificia.
Como primera aproximación a la inconmensurable realidad que pretendía explorar, Alemán se valió de la historia y de otras disciplinas sociales para discernir el comportamiento humano y contextualizarlo.
Entresacados –textualmente– de entre cientos de sus conferencias, artículos de prensa y de seminarios, quedan estos “fulgurazos”, como diría hoy día Andrés L. Mateo, respecto a la realidad dominicana.
Patrones de comportamiento
cultural heredados
• La sociedad hatera de la época colonial y luego en la Primera República da sentido original a la realidad económica dominicana y representa un benigno tipo ideal de explotación paternalista. Con su típica relación de amos/esclavos y peones, esa sociedad ilustra la “poltronería” (Sánchez Valverde) que los colonos franceses del lado occidental de la isla endilgaban en tiempos coloniales a los criollos.
• El sistema de campesinos minifundistas, impuesto por Petion en Haití y en el este de la isla a fin de contar con tierra para repartir, encuentra su caja de resonancia en el campesinado cibaeño con su producción de tabaco negro para andullos y para exportación. Los antiguos peones del hato se beneficiaron con la asignación de minifundios y se dedicaron a la agricultura de subsistencia y no para el mercado. Sus diversiones, ritos y costumbres no podían ser controlados ni por el Estado, ni por la Iglesia Católica (moral natural, más que canónica). La solidaridad era familiar y local, no nacional.
• La economía azucarera y las reglas de los mercados laboral y financiero comenzaron a imponerse a la autonomía y al modo de vida campesino a partir de la sexta década del siglo pasado. La economía del trueque casual y sin dinero, pero llena de artimañas y enemiga de reglas generales perdió terreno ante el avance de la propiedad privada de la tierra y la medida monetaria. Comenzó así un período de acumulación del gran capital, mientras que buena parte del campesinado devenía bracero en las fincas azucareras y, al igual que la mano de obra extranjera traída adicionalmente para labores de corte y alza de la caña de azúcar, sobreexplotado.
• La inseguridad nacional dio pie al predominio de una ideología en contradicción con el destino nacional. Santana, Báez y otros tantos vieron en la anexión a España, Francia o los Estados Unidos, una conditio sine qua non para el progreso y la paz interna del país. Había que resguardarse de las amenazas de los gobernantes en Haití y de las rebatiñas internas en el país. Otra cosa defendieron los admiradores del campesinado cibaeño, por ejemplo Bonó. A la postre, los amigos de la modernidad y del progreso se impusieron. Aducían que, sin la incorporación de la economía a los mercados internacionales, no habría progreso y el país seguiría siendo una gran gallera repleta de una población indolente, jugadora, inculta y desnutrida, dominada por caudillos y herederos de los hateros de antaño.
• En la práctica, chocaron dos concepciones políticas entre sí. De un lado, el Gobierno civil durante la Restauración, integrado por personalidades como Benigno Filomeno Rojas, Ulises Francisco Espaillat, Pedro Francisco Bonó, Pepillo Salcedo y Gaspar Polanco que contaban con un proyecto nacional de democracia sajona y de liberalismo económico. Del otro lado, la guerra restauradora la dirigían hombres nuevos sin galas intelectuales, pero osados y a veces sanguinarios: Ulises Heureaux, Florentino, Luperón. Estos no tenían un proyecto nacional, aunque sí ambiciones de poder regional.
• El choque de ambos grupos condujo a un Estado autoritario, financieramente endeble y dependiente de préstamos propiciados entre otros por inmigrantes como Vicini, Batlle, Puente y Marchena, quienes aumentaron su riqueza mediante negocios con los gobernantes de turno.
• Antes y después de la primera intervención estadounidense, con su control de las aduanas nacionales, los sucesivos gobiernos dominicanos se acostumbraron a otorgar beneficios tales como tierras, obras públicas y empleos, a sus partidarios; y para sustentar sus respectivas bases de poder ‘clientelista’, a endeudarse.
• El poder político terminó en manos de Trujillo, cuyo régimen despótico concentró en su persona el poder económico, el político, el social y el ideológico. El proclamado jefe y generalísimo no dudó en ejercer ese poder y a la fuerza, de manera cruenta, logró la eliminación de caudillos regionales y la pacificación del territorio nacional; la delimitación de la frontera terrestre de la nación; el supuesto rescate de las aduanas y la institucionalización de la moneda y de un renovado orden financiero nacional; una nueva modalidad de acumulación primitiva en función de expropiaciones de tierras y empresas industriales y agroindustriales; cierta movilidad social, particularmente en los estamentos estatales, en función de lealtades a su persona; y la conformación de un Estado político en control de su territorio, dotado de nuevos códigos legales y de un más eficiente aparato burocrático. Todo lo cual, engalanado por faraónicas obras públicas, aupó el culto a su persona hasta confundirla con el sentimiento patrio. Esa forma de institucionalizar la vida nacional no pasó de ser un fiel reflejo de la voluntad omnímoda del supuesto benefactor y dictador de la patria nueva.
Patrones de comportamiento
contemporáneos
• Tras el tiranicidio, el relevo recae en una mesa coja de tres patas en las que, debida excepción del momento de la Revolución de Abril del 65, intercambian poder político gobernantes y empresarios, con la reservada bendición de la jerarquía católica. En ese contexto, siempre según Alemán, se acabó de imponer la falta de institucionalidad en el país.
• Se sucedieron las exoneraciones de impuestos y las facilidades crediticias, además de componendas con el Poder Ejecutivo, en beneficio de grandes empresarios. El proteccionismo industrial encarnado en la Ley 299, y la benignidad ante excesivas “indelicadezas empresariales”, favorecieron nuevas inversiones que no fomentaron el espíritu de iniciativa y la aceptación de riesgos. Los inversionistas se acostumbraron así a exigir contratos y garantías leoninas, mientras que el empresario nacional pasó a depender de garantías proteccionistas y el Estado resultó privado de ingresos indispensables para las inversiones sociales.
Pensamiento crítico. Esas afirmaciones y otras tantas constituyen una certera intuición de la realidad dominicana en la que el padre Alemán vino a desarrollar su actividad académica. Gracias a ella, su dominio de disciplinas como la economía o la teología, por decir solo algunas, no se agotan en sí mismas y le aseguraron una perspectiva más amplia y comprehensiva, en particular gracias a los axiomas que sustentaron su pensamiento crítico a la hora de analizar los dilemas que la sociedad dominicana enfrenta. Sobre estos volveremos en una próxima entrega.