En el siglo XIII, los devotos de Nuestra Señora de las Mercedes recaudaban fondos para rescatar a cristianos presos de los musulmanes. Tras arduas negociaciones se establecía y pagaba un precio. Pero a veces, el dinero no alcanzaba. En más de una ocasión, el mercedario negociador de la suma a pagar, se ofrecía a tomar el lugar del preso o de la presa y pagar con su propia vida lo que no había logrado con el dinero.
He experimentado entre los hombres y mujeres pobres de la República Dominicana una veta mercedaria. ¡Cuántas veces he visto a una mujer pobre pagar con su trabajo personal una educación de calidad para sus hijos!
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Le hubiera sido más fácil enviar a su hija a una escuelita cercana, pero ella buscaba una educación mejor. El colegio de las monjas le quedaba lejos y costaba una mensualidad que superaba su sueldo de trabajadora en una casa de familia. Pidió un adelanto y compró una plancha y se metió a planchar la ropa de esa familia con tres hijos. Los jueves recogía la ropa y los lunes, tempranito, sin falta, el primer viaje de concho de su primo la llevaba a ella con la ropa lavada y planchada. A veces, de noche, entre camisa y camisa se sentaba a sacarse el sudor de la cara y al pensar en su hija, estudiante excelente, se levantaba de un pronto y empuñaba la plancha como si fuera el futuro.
Este pueblo está lleno de mercedarios que el amanecer encuentra doblados sobre surcos para que sus hijos coman y estudien.
Pero falta el mejor el vino de la fiesta dominicana: algún día, muchos ciudadanos competentes cruzarán hacia los presos de la pobreza para pagar con su persona y su tiempo la capacitación que empodera.