La acción y efecto de sobornar, corromper a uno con dádivas para conseguir de él alguna cosa, es una práctica de la cotidianidad nacional. El delito consistente en ganarse la voluntad interesada de alguien, mediante el dinero o regalos en especie, forma parte del modus operandi tradicional de la burocracia estatal desde tiempos inmemoriales, así como de la clase política, del sector privado empresarial alto, mediano y pequeño, de los medios de comunicación, de profesionales de distintas ramas y del ciudadano ordinario.
Desde aquel inspector de Aduanas, Rentas Internas, Migración de los tiempos de Balaguer, que devengando un salario de $125 mensuales construía una mansión multimillonaria y compraba carros de lujo, pasando por el guardia o policía indiferentes frente al contrabando, el tráfico de personas o de narcóticos, hasta jueces, legisladores, periodistas y locutores, el cohecho y su versión populista, el “macuteo”, ha estado patente en la vida nacional. Un banquero regaló una mansión a un Jefe de policía activo, y nada pasó; a dos prominentes líderes políticos sus amigos regaláronles residencias porque podían salir elegidos presidentes del país.
El Código Penal define las distintas modalidades del soborno y las sanciones condignas. El párrafo IV, de la sección segunda, relativo a la prevaricación, dedica ocho artículos al cohecho que abarcan las tentativas, por amistad u odio, amenazas, medios empleados, evasión de presos y la confiscación. Pero en mis 45 años de ejercicio del periodismo, jamás vi a alguien ser condenado por soborno, aunque ex jueces enfrentan juicios por alegados sobornos.
El empresario Ángel Miguel Rondón, representante de Odebrecht, quizá será el primer procesado dada la magnitud del escándalo destapado en Brasil, influido por la justicia estadounidense y jalonado por la presión sobre el Procurador General, Alain Rodríguez. Pero en materia de sobornos, tanto el dador y el recipiendario son cómplices.