Este imponente individuo llamado Félix Wenceslao Bernardino Evangelista, tenía el encargo de monitorizar dentro y fuera de la “Babel de Hierro” a los enemigos de Trujillo y por ello quedó implicado en la osada resolución tomada por los organismos de seguridad de la dictadura para acallar en suelo estadounidense la voz crítica del exiliado dominicano Andrés Francisco Requena.
Eso pasó el 2 de octubre de 1952, cuando el conocido periodista y antiguo diplomático fue abatido a tiros en el área correspondiente al edificio número 243 de la calle Madison de Nueva York, entre otros motivos por haber formulado severas críticas al caudillismo del régimen trujillista en su relato histórico “Cementerio sin cruces”, escrito a manera de novela e impreso en México en 1949.
El crimen de Requena no era el primero que envolvía la figura del temible Bernardino, puesto que en la década de 1930 había pasado tres años encarcelado en la fortaleza Ozama por la muerte de un munícipe seibano de nombre Amable Dalmasí. También, más adelante, en 1950, durante su estancia consular en La Habana, Cuba, salió a relucir su nombre entre los autores intelectuales del secuestro y ulterior asesinato del líder sindical dominicano Mauricio Báez, perpetrado el 10 de diciembre de ese año.
Por si eso fuera poco, la figura de este individuo sería asociada al secuestro del escritor español Jesús de Galíndez Suárez, realizado en su apartamento de la Quinta Avenida de Nueva York el 10 de octubre de 1956 y a la contratación de sicarios activados bajo las órdenes de Johnny Abbes García y el Servicio de Inteligencia Militar de Trujillo, para intervenir en la trama contra el presidente guatemalteco coronel Carlos Castillo Armas, quien sería asesinado el 26 de julio de 1957 en la casa presidencial de su país.
Igualmente se vincularía su nombre al atentado terrorista contra la vida del presidente venezolano Rómulo Betancourt, ocurrido el 24 de junio de 1960 en la Avenida de Los Próceres, de Caracas.
El regreso a su lar nativo
Se debe asentar que cuando ocurrieron los últimos hechos, el temible Bernardino ya había retornado a su país, intuyendo -luego del secuestro de Galíndez- que era un peligro para su seguridad continuar residiendo en los Estados Unidos, o arriesgarse a vivir en una nación centroamericana sabiendo que no era grata su presencia en muchos lugares de América Latina donde había brotado una ola de repudio a su persona.
Este repulsivo y astuto abogado tenía suficiente lucidez como para comprender que todo comenzaba a complicarse a su alrededor por las investigaciones que realizaba afanosamente el FBI tratando de dar con el paradero de los autores del atrevido acto terrorista desarrollado en un área de la Quinta Avenida neoyorquina.
El esfuerzo del FBI se incrementaría nueve meses después por la desaparición del piloto estadounidense Gerald Lester Murphy, principal sospechoso de transportar vivo al profesor vasco hasta la ciudad de Santo Domingo, donde era esperado por los verdugos del régimen trujillista para torturarlo sin clemencia por la tesis doctoral que presentó en la universidad de Columbia, evidenciando los excesos de la dictadura y ridiculizando a Trujillo en lo relativo a la paternidad de su hijo Ramfis.
Bernardino volvió a República Dominicana poco antes de que se comprobara que el referido piloto había sido asesinado el 3 de diciembre de 1956 en la ciudad de Santo Domingo, crimen cometido por los matones trujillistas que el Gobierno atribuyó al capitán mocano y también aviador Octavio de la Maza.
Antes de retornar a su país, el controversial Bernardino confió a su abogado Juan Mieses Peña, parte del dinero acumulado durante sus largos años de servicio consular para comprar mediante un acto notarial una extensa finca en la sección El Pintado, distrito de Santa Lucía, municipio de El Seibo, que había pertenecido a un señor llamado Evangelista Espinosa. También adquirió una hacienda contigua que le vendió la señora Herminia Peña, por la suma de ochocientos pesos.
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Al concluir esa operación inmobiliaria, con la efectiva colaboración de su esposa Celeste Socías y de su hija Betty, recién graduada de la Scudder-Collver Scholl de Nueva York, nuestro personaje se concentró plenamente en la faena de acondicionar su nueva residencia, consiguiendo fundar en su territorio un vasto imperio ganadero-cañero que lo convertiría de modo veloz en un hacendado de importancia y líder de una parte de los granjeros de la región, que exceptuó a sus vecinos más cercanos, una familia dominico-francesa, de apellido Giraldi Medina, establecida en La Romana.
Esa familia era propietaria de la hacienda de enfrente y estaba representaba por Albert Giraldi (El Mesié), excombatiente de la resistencia gaullista durante la Segunda Guerra Mundial, con gran prestigio militar y experiencia en los asuntos de seguridad, vinculado a altos oficiales de la Marina, que le enteraron de la relación de su vecino con Trujillo para que se mantuviera a cierta distancia de este, aun cuando le diese un trato discreto para evitar roces en sus asuntos inmobiliarios.
Félix Wenceslao Bernardino Evangelista empezó a destacarse como productor agropecuario el 15 de enero de 1957, con motivo de la inauguración de la Feria Ganadera, al captar la atención del público y brillar en presencia de Trujillo, exhibiéndose en el majestuoso desfile a caballo como líder de decenas de ganaderos y pequeños propietarios higüeyanos y seibanos, bautizados con el nombre de “Los Jinetes del Este”.
Después de este memorable acontecimiento, durante un par de años se dedicó completamente a la labor de extender y explotar sus tierras, desarrollando la ganadería y un proyecto agrícola-azucarero que contó en todo momento con la simpatía del Gobierno dominicano, que le autorizó utilizar jornaleros haitianos que permanecían en la región sin temor a ser repatriados cuando finalizaba la zafra azucarera y caducaba su contrato laboral con los ingenios del Este y el Estado.
Sin embargo, este hábil individuo interrumpió su ocupación de ganadero y colono, a raíz de la sorpresiva expedición guerrillera de junio de 1959, por Constanza, Maimón y Estero Hondo; pues, debido a su lealtad a Trujillo, tuvo que incorporarse a la urgente actividad de enfrentar a los insurrectos diseminados en las montañas, en un esfuerzo dirigido a preservar la integridad de aquel sistema totalitario.
Con ese propósito celebró una asamblea regional de ganaderos y productores en respaldo al régimen trujillista, y reactivó a “Los Jinetes del Este”, aunque en esta ocasión no saldría a las calles a marchar en potros finos para generar el asombro y el halago de sus adeptos; pues solo perseguía constituir una cuadrilla paramilitar de auxilio al ejército regular en la ubicación de los rebeldes, similar a los “Cocuyos de la Cordillera”, que actuaba en el Cibao bajo la orientación de Petán Trujillo.
Esta experiencia alejó al hacendado Bernardino de sus vecinos, a quienes veía de manera sospechosa y empezaba a tratar con intemperancia y constante crueldad; maltratando y humillando a los granjeros humildes, como si fueran peligrosos enemigos, y adueñándose por la fuerza de sus tierras y bienes, para configurar por medio del terror una amarga realidad, por suerte frenada drásticamente al final de la dictadura, con la formación del Consejo de Estado que presidió Rafael Filiberto Bonnelly desde el 18 de enero de 1962 hasta el 27 de febrero de 1963.
Fue en este Gobierno de transición que comenzó a desmoronarse la cruel maquinaria trujillista, con el envío a prisión de los asesinos de las hermanas Mirabal y los responsables del régimen de intolerancia y oprobio que reinó
durante 31 años. Este hecho incidió en muchos moradores de El Seibo que comprendieron que había llegado la hora de denunciar los abusos de su verdugo y reclamar su castigo.
Como receptor principal de este caso actuó el doctor Rafael Valera Benítez, fiscal nacional que acogió varias querellas contra el temible Félix W, siendo la más contundente la que lo culpaba del asesinato de Demetrio Castro, Héctor Barón García, Elías Kelly, Clemente de la Cruz, Gervasio Franco, José Báez y los hermanos Héctor y Pedro Díaz. La acusación fue remitida al juez de instrucción del distrito judicial de El Seibo, quien ordenó su arresto el febrero de 1962.
El antiguo cabecilla de “Los Jinetes de Este” fue encerrado en la cárcel pública de esa jurisdicción acorralado por dicha acusación y la denuncia que aseguraba que había envenenado a una vecina suya, llamada Ana María Padua, y herido y torturado a decenas de personas, entre las cuales figuraban Agustín Lagué, Domingo Guerrero, Marcelino Cordones, Isidro Morla, Chichí José, Aquilino Valdez, Celestino Sarmiento Messina, José Safí y Silvestre Sarmiento Messina.
Se dijo que el temible Félix W había torturado salvajemente a las personas mencionadas, a quienes llegó a colgar cabeza abajo en los árboles de su hacienda, metiéndoles en sus bocas una manguera de agua a alta presión y zurrando sus cuerpos mediante pelas con foetes mojados y la estampa en sus vientres de una tenaza ardiente que usaba para marcar sus reses… un suplicio sufrido regularmente por los jornaleros haitianos que incumplían sus órdenes salvajes.
Las acusaciones abarcaban, además, provocación de una serie de incendios, destrucción de propiedades, devastación de cosechas y robos de animales, en perjuicio de las señoras América del Rosario, Flora Sarmiento y Herminia Peña, así como de Silvestre Sarmiento Messina, otro vecino de la sección El Cuey, en el municipio de El Seibo.
Traslado a la Penitenciaría Nacional
Félix Wenceslao Bernandino Evangelista duró varios meses preso en la cárcel de El Seibo, hasta que el viernes 18 de mayo de 1962 el Ministerio Público ordenó su traslado a la Penitenciaría Nacional de La Victoria, donde al día siguiente viajó el secretario del juzgado de instrucción del distrito judicial de El Seibo, señor Floirán Gautier Castillo, a notificarle allí la providencia calificativa incriminatoria en su contra.
Unos meses más tarde, el 30 de agosto de 1962, el fiscal Valera Benítez visitó dicha cárcel y pudo percatarse que el excónsul en Nueva York se encontraba recluido allí en buenas condiciones, en una celda privada cercana a la de los agentes del SIM, que estaban encarcelados por graves delitos, pero tenían más privilegios que los presos comunes.
Valera Benítez vio al hacendado Bernardino moviéndose de una celda a otra, vestido de “chamaco”, con la ropa de color fuerte azul que utilizaban los reclusos, además de gafas oscuras y una gorra verde olivo que le hacía parecer como un desafiante militar japonés que había ganado un combate.
Se encontraba en la sala H-2, de enfermería, donde se alojaban los reos que padecían quebrantos de salud, entre ellos míster Ernest Scott, un ciudadano alemán que había sido agente de la Gestapo de Adolfo Hitler y luego del SIM, recordado como un torturador perverso que recomendó a Trujillo, en 1958, usar en la cárcel de torturas de La Cuarenta la silla eléctrica que importó de Alemania el Gobierno venezolano del dictador Marcos Pérez Jiménez.
Al poco rato, el temible Félix W salió de aquella sala-hospital, cuya puerta estaba sin candado durante el día y cruzó a la sala H-1, de los presos comunes, donde sostuvo una animada conversación con algunos de ellos, contándoles sus andanzas por Estados Unidos y otros países, además de mostrarles, como si fueran trofeos, la honda cicatriz de dos pulgadas de largo visible en su pierna derecha, ocasionada por un disparo; la perforación que tenía en su muslo izquierdo, causada por otro balazo, así como otro orificio que melló su espinazo.
Lucía de buen humor, haciendo gala -como de costumbre- de la autoridad y la benevolencia que adquirió en prisión, al distribuir entre los reclusos las latas de galletas y alimentos que ese día les llevaron sus familiares.
Esa jovialidad suya contrastaba con la brusquedad que había mostrado el día anterior, tras la pelea con otro recluso que le ayudaba regularmente a sacar la basura de su celda. En la ocasión intervino la seguridad del penal, evitando una desgracia: pues estaba sumamente enfadado y nadie, absolutamente nadie, se atrevía a acercársele ni a dirigirle la palabra, debido a que se estaba comportado como si la cárcel fuese su hacienda, sin percibir que, a sus espaldas, algunos presos se reían de sus arrebatos.
Juicio y descargo
El juicio en contra de Félix W. Bernardino se inició el 1 de octubre de 1962 en un tribunal de jurisdicción nacional, escogido por la Suprema Corte de Justicia. Esta corte estaba presidida por el licenciado Osvaldo B. Soto, asistido de su secretario y llevaba la acusación, en nombre de la Fiscalía, el doctor Francisco A. Mendoza Castillo.
Los querellantes ascendían a 38 personas, entre las que se destacaban Cruz María Mariano de Mariano, Jesús Bonilla, Mario de la Rosa, representados por el doctor Leo Nanita Cuello, el licenciado Bienvenido Canto Rosario y el doctor Ponciano Rondón Sánchez.
El acusado tuvo como abogado al licenciado Quírico Elpidio Pérez. Este proceso judicial duró casi cinco años y durante ese tiempo Félix W. Bernardino permaneció preso en La Victoria y fue llevado en más de cuarenta ocasiones al Palacio de Justicia, siendo el 28 de junio de 1963 investigado por el FBI, sobre la desaparición de Galíndez.
Los bienes del antiguo cónsul fueron confiscados por el Consejo de Estado, pero fue en el Gobierno del profesor Juan Bosch, el 30 de agosto de 1963, cuando el Instituto Agrario Dominicano repartió sus 21 mil tareas de tierra a 105 campesinos de la sección de El Pintado, en parcelas de 200 tareas cada una.
Al final de la guerra de abril de 1965, sus compañeros de prisión, entre ellos los asesinos de las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal, lograron salir de la cárcel y evadir el peso de la Justicia, por disposición de un alto oficial constitucionalista. Sin embargo, el temible Félix W continuó confinado en el penal de La Victoria, mientras su hermana Minerva Bernardino, antigua embajadora en las Naciones Unidas, en unas declaraciones ofrecidas a la prensa en 1966, se quejaba de que en ese proceso judicial se habían producido 36 reenvíos.
La primera ganancia de causa que tuvo el excónsul en Nueva York se produjo durante el Gobierno Provisional de Héctor García-Godoy, el 24 de enero de 1966, cuando la Corte de Apelación de San Cristóbal, en base al artículo 64 del Código Penal, consideró que el acusado no había cometido crimen alguno, porque había actuado en estado de locura.
Esa sentencia fue ratificada a las 3:00 de la mañana del 20 de junio de 1966 por el doctor César A. León Flaviá, juez de la primera cámara penal del Distrito Nacional, quien liberó a Félix W. Bernardino de todos los cargos que había en su contra, “por insuficiencia de pruebas”.
La sentencia originó mucha protesta y rechazo en la opinión pública, pero el juez trató de justificar su decisión alegando que el doctor Nicolás Tirado Javier, representante del Ministerio Público, había solicitado su descargo y que el volumen de más de 60 acusaciones se había reducido a solo siete querellas, porque una gran parte de los testigos rectificó sus reclamos.
El doctor León Flaviá dijo estar consciente de que el temible Félix W era un delincuente, aunque no podía condenarlo porque los querellantes no pudieron demostrar en ese tribunal su culpa en las infracciones puestas a su cargo. “Tenemos entendido que fueron cientos los casos de atropellos, vejámenes y crímenes cometidos por el licenciado Félix W. Bernardino durante su reinado en la zona Este del país. Y decimos esto no por experiencia propia, pues nunca le habíamos visto la cara al susodicho señor, sino porque así nos lo dice el rumor y, mucho más que eso, el clamor público. Pero ocurre que la generalidad ignora que cuando se inició, hace cuatro años, el proceso contra el nombrado Félix W. Bernardino, la tribuna de la parte civil constituida estaba compuesta de seis abogados que representaban los intereses de las personas presuntamente agraviadas, que al finalizar el juicio, apenas un solo abogado, el doctor Ponciano Rondón Sánchez, concluyó en dicha tribuna”, observó.
El temible Bernardino salió de la cárcel de inmediato y logró en el Gobierno de Joaquín Balaguer que la Corte de Apelación de Santo Domingo, en el rol de Tribunal de Confiscaciones, le devolviera sus bienes, para iniciar desde la hacienda El Pintado otra historia con capítulos trascendentes, como la condena lograda en 1967 contra la Gulf and Western por haber usufructuado sus tierras, y el aplacamiento del escándalo internacional armado por el embajador de Haití, Clement Vincent, que lo acusó de matar y herir a varios de sus compatriotas.