El vacilón sin culpas. La temporada que hoy concluye, luego de la resurrección de Jesús, permite recrear personajes fundamentales que avalan el cristianismo y constituyen arquetipos para explicar la conducta humana. Presentes en la literatura, en el teatro, en el cine, en la política, en la cotidianidad. Traidores, sicofantes, negacionistas, delatores.
Judas, su bajeza y el suicidio como manifestación de arrepentimiento, a pesar de la exculpación que hace Juan Bosch en “Judas el Calumniado”. Pedro, cobarde, oportunista, negando tres veces a Jesús, aunque puede argüirse- igual que la razón para justificar la conducta de Judas- que actuó de esa manera para que se cumpliera la profecía.
El Sanedrín, Pilatos, Caifás, la gleba prohijando la injusticia, la veleidad del populismo penal. En el país, desde la creación de la República-1844- el inventario del oprobio es prolijo. Existe un muestrario con los arquetipos que sirve para colección y advertencia. Patriotas execrados, el cadalso y el ostracismo como retribución al sacrificio, la infamia como laurel para las hazañas heroicas.
Saltimbanquis, extorsionadores, timoratos, están en cada una de las páginas que relatan nuestra historia. En cada capítulo está el desfile de las claudicaciones sin importar la secuela de la vileza. Medran aquellos que, émulos de Fouché, consiguen permanencia. Personajes que el temor a su perversidad ataja cualquier decisión para excluirlos.
Venden sus argucias y su lealtad, hasta convertirse en imprescindibles como lo fue “el carnicero de Lyon” para Napoleón, que no sabía cómo deshacerse del sagaz armador de intrigas y eficaz conocedor de las tinieblas del poder.
Y así, durante 178 años intentamos construir nación e identidad, con más fantasía que realidad con más abyección que luz.
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Después del tiranicidio, el asombro delineó el destino de la patria. Las jaculatorias se sucedían y la conversión estaba a la orden del día. Matones, torturadores, soplones, cómplices del latrocinio, negaban, como Pedro, su pertenencia al pasado. Vociferaban en las calles contra el régimen que los cobijó, al que sirvieron por miedo o conveniencia sin quejarse nunca. Sin mea culpa se insertaron tranquilos en la vida pública.
El arrepentimiento tiene sus reglas. El arrepentimiento activo, por ejemplo, es una categoría penal casi mística. Es desistir de la acción, antes de la comisión.
El desistimiento es previo, distinto al arrepentimiento, ese sentimiento corrosivo para algunos, inexistente para otros, que perturba después de cometer los hechos.
Es diferente también a la tentativa que tiene principio de ejecución y por eso se castiga como el crimen mismo.
Los arrepentidos pueden ser cobardes, taimados o quizás obedientes a una voz que avisa las consecuencias de la felonía.
El pesar individual, el remordimiento será desafío personal, no legal. Empero, la dignidad del arrepentido siempre será dudosa, tambaleante.
La ruidosa contemporaneidad criolla, ha servido para la multiplicación de los conversos. Arrepentidos silentes que tienen cabida porque falta reflexión y guía.
Basta revisar el contenido del Sermón de las Siete Palabras. Plasma la turbación sin respuesta. La búsqueda del “vacilón de la felicidad” nos define, como denuncia el obispo Benito Ángeles. Parece tiempo para falsos profetas, siempre capaces de encender la pradera.