Se afirma que la ausencia de una cultura gerencial sustentada en valores éticos y morales representa la principal causa por la que las empresas e instituciones suelen convertirse en espacios que facilitan las maniobras de los ingratos. Como se sabe, la ingratitud es una actitud contraria al agradecimiento. Los ingratos no valoran los gestos positivos que los demás hayan podido tener hacia ellos. En fin, una persona ingrata olvida con facilidad los favores.
Las organizaciones con alta presencia de personas ingratas se deshumanizan, pierden competitividad y productividad. El vacío existencial de los ingratos transforma los climas laborales en lugares tóxicos. Los ingratos piensan, deciden, actúan, hablan y se relacionan igual que los narcisistas. El material putrefacto del que están hechos los ingratos les permite actuar como demonios disfrazados de ángeles. Es una quimera pretender construir empresas e instituciones sanas, productivas y competitivas con personas ingratas.
Los ingratos llevan consigo una sustancia venenosa que no les permite ser honestos, sinceros, leales, productivos, competitivos, creativos y confiables. Ellos contaminan, arruinan y envenenan el presente y futuro de las organizaciones donde laboran. Cuando la ingratitud de los ingratos se acepta y comparte como algo normal, dentro y fuera de las empresas e instituciones, se abona el terreno para que germine y se desarrolle la cultura del sálvese quien pueda, lo cual se convierte en insumo básico para establecer el individualismo, la exclusión, el odio, la envidia, la traición, la enemistad y otras emociones negativas.
Los ingratos desarrollan habilidades que les permiten quemar con leña verde la reputación, la dignidad y el mérito de los que han demostrado tener más talento que ellos. Tienen fuego en sus miradas, sus abrazos son de espinas y sus lenguas son portadoras de veneno de víboras.