Con o sin lógica, la verdad es que existen diferentes vías para crear, desarrollar y mantener determinados perfiles de imagen pública. Por ejemplo, algunos prefieren implementar acciones mediáticas de relaciones públicas para inducir a las audiencias a que se formen percepciones, actitudes y opiniones, las que luego se usarán como plataforma para alcanzar propósitos perversos. Desde esta mirada se busca posicionar una imagen pública a partir de realidades ficticias, que solo existen en el imaginario de quien las difunde. La imagen solo será creíble y sostenible cuando coincida con la realidad.
En cambio, los que se apegan a los criterios éticos y metodológicos de la imagología, gestionan la imagen pública como activo intangible, el cual está presente en todo momento, lugar y circunstancia. Para los imagólogos, la imagen es una síntesis de la identidad que define y caracteriza la personalidad de las empresas e instituciones. Es, además, la sumatoria de percepciones, actitudes y opiniones que se forman las personas en torno a lo que de manera consciente o inconsciente piensan, dicen, hacen y deciden las organizaciones. Los hechos evidencian que no es buena idea invertir tiempo y dinero en esfuerzos coyunturales de relaciones públicas, creyendo que es posible crear, desarrollar y mantener perfiles de imagen pública divorciados de la realidad. Cada vez que se intenta hacer creer algo que no es verdad con palabras o acciones, más temprano que tarde termina dañando la reputación y credibilidad de quien permite y protagoniza tan descabellada acción. Es ilógico creer que las empresas e instituciones que fingen ser éticas, transparentes y socialmente responsables, adquieran el permiso social de sus diferentes grupos de interés.