Con una espada en una mano y un libro de cuentos en la otra, Ahmad al Lahham cautiva a los espectadores que intentan evadirse en una cafetería de Damasco escuchando historias de reinos lejanos y conquistadores valientes.
Todas las noches, este sirio se pone un fez rojo (gorro de la época otomana) y se transforma en «hakawati», el tradicional narrador de cuentos árabes en la cafetería Nawfara del casco antiguo de la capital de este país devastado desde hace seis años por una guerra.
«El oficio está en vías de extinción. Soy el único hakawati del casco viejo. Si paro, aquí dejará de haber narradores», lamenta Abu Sami (su nombre artístico).
Encaramado a una silla de madera esculpida, este hombre de 58 años está sentado frente a un grupo de jóvenes que beben té o fuman narguilé (pipa popular en Oriente).
«Hemos vivido un periodo (de guerra) en el que no podíamos salir mucho, pero el propietario de la cafetería insistió en que los hakawatis sigan contando historias, aunque en realidad éramos sólo dos, él y yo», afirma.
«Hoy, como puede constatar, la situación ha mejorado considerablemente y decenas de personas me esperan cada noche», afirma con orgullo Abu Sami.
Estas citas suelen tener lugar una vez por semana pero durante el mes sagrado musulmán del ramadán son diarias. Los espectadores acuden al local por la noche, después de la comida de ruptura del ayuno, y suelen quedarse hasta el alba.
«Espacio para respirar»
Esta noche, los espectadores viajan al siglo XIII, con el relato heroico del sultán Baybars, y luego se dejan transportar por las aventuras del caballero preislámico Antar bin Shadad.
Estos mitos teñidos de bravura y acompañados de conquistas se hicieron populares después del estallido de la guerra en 2011, en detrimento de los relatos románticos y de los poemas tradicionales, según Abu Sami.
Para los habitantes de la capital siria, acostumbrados a las explosiones y a los cohetes disparados desde las zonas rebeldes, la guerra no está lejos, aunque la calma parece haber vuelto desde mayo con la retirada de los insurgentes de algunos barrios.
«Vivimos cada episodio del conflicto, allá donde vayamos. Todos los medios de comunicación hablan de tragedias. Venimos a la cafetería para olvidar, los cuentos del hakawati nos ayudan», afirma Mohamad Dyub, un asiduo.
Este hombre de 49 años siempre se sienta en el mismo sitio, envuelto en el humo del narguilé. A veces pide una historia en concreto. Le permite viajar «al pasado para escapar de la realidad». «El hakawati nos da un espacio para respirar», dice.
– ‘Preservar la tradición’ –
Junto a él, Mohamad Jaafar, de 57 años, cierra los ojos para concentrarse en la voz de Abu Sami. «Desde el comienzo del ramadán, no me pierdo ningún relato del sultán Baybars. Estas historias nos llevan a nuestra historia gloriosa, en comparación con la situación actual».
Las paredes de la cafetería Nawfara están adornadas con mosaicos damascenos del siglo XVII, según su propietario. Los retratos de personajes históricos se codean con la fotografía de un anciano, con túnica blanca y fez rojo: «Abdelhamid al Hawari, el primer hakawati de Damasco nacido en 1885», se lee en árabe.
El oficio es poco atractivo para los jóvenes, interesados en las profesiones bien remuneradas.
Wasim Abdelhay, de 32 años, fue hakawati a tiempo completo pero su situación financiera le obligó a cambiar de empleo y ahora trabaja en una central eléctrica. Con motivo del ramadán, retoma su pasión. Con bombachos negros y cinta blanca alrededor de la cabeza, lee cuentos en un restaurante lujoso de Damasco.
«Antes de la crisis, éramos un grupo grande (de hakawatis) que íbamos a los países del Golfo. Pero a causa de la situación, no podemos viajar más, intentamos preservar la tradición aquí», recalca. «Los que quedan en el país se cuentan con los dedos de una mano».