Mi agradecimiento a Ángela Hernández por su presentación más que generosa, escrita desde la amistad con la luz que la ilumina.
Gracias a José Alcántara Almánzar, amigo de siempre, cómplice de la palabra.
Gracias a Bernardo, a mi hija Irina y a mi nieta Joelle por su apoyo, y por soportarme.
Gracias a todos ustedes por acompañarme esta tarde.
Hace cincuenta y cinco años un escritor y crítico español, desde las páginas del suplemento cultural del periódico El Caribe, cambió para siempre la vida de una adolescente dominicana. El escritor, exiliado republicano en Santo Domingo, es Manuel Valldeperes.
La muchacha adolescente es la septuagenaria que hoy, en reverencia emocionada llega ante ustedes para recibir la alta distinción del Premio Nacional de Literatura con el cual, la Fundación Corripio y el Ministerio de Cultura reconocen a un hombre o mujer de letras dominicanos por su trayectoria literaria.
Prodigiosos el río de la vida y la creación, los eslabones de la cadena inmarcesible de la literatura que me han traído hasta aquí desde aquella mañana lejana en que, por primera vez, la soledad de mi escritura fue al encuentro con el otro en el deseo de comunicación y compromiso con la palabra, que al decir de Steinbeck parafraseando a San Juan, es el hombre y está con los hombres.
Con diecisiete años, sin conocer a nadie del mundo intelectual, sin decirle a nadie y no sé bajo qué impulso, además del atrevimiento, envié un relato breve a don Manuel, a quien no conocía sino por las páginas culturales que cada semana yo esperaba con avidez.
Y cuál no sería mi sorpresa cuando el sábado siguiente vi el texto publicado. Ese día, igual que hoy del mes de abril, con aleteos en el corazón y el sobresalto provocado no solo por el asombro y la emoción, sino también por la certeza de un llamado imposible de ignorar, decidí que sobre todas las cosas quería ser escritora.
Sí, no daba para otra cosa ni para nada más. Lo mío eran las letras, la palabra y sus silencios, su fragilidad de aire, su poder para interpretar y también cambiar el mundo, para expresar lo inexpresable en el misterio de la poesía.
Desde pequeña había sido una lectora compulsiva. Leía todo lo que caía en mis manos: historietas y revistas infantiles –Billiken mi preferida, donde leí por primera vez a José Martí y a Darío–, las novelas clásicas para adolescentes y hasta las novelitas de Corín Tellado.
Como muchos niños heridos, acaso era la manera de escapar de la realidad. La parusía lectora, el glorioso deslumbramiento, la revelación, llegaron de la mano de lo prohibido, cuando pude leer a escondidas los libros y novelas que porque no eran recomendados para mi edad, mi madre guardaba en un pequeño mueble de caoba bajo llave, la que tras mucho buscar encontré para acceder, como Borges en el sótano de una vieja casa de la calle Garay, al Aleph, el punto del espacio que contiene todos los puntos, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe.
Leer es descubrir esa totalidad, los mundos tangibles e intangibles en el mundo humano, vivir todos los tiempos y experiencias, la vida de los otros que nos lleva al encuentro de nosotros mismos.
Gracias al libro, en la infancia me trasladé a la era victoriana, y como Alicia tomé el té con un sombrero loco después de irme detrás del conejo con chaleco y reloj; en la adolescencia, con Mujercitas, durante los años de la guerra civil estadounidense fui Jo entre las hermanas March; y en un bosque de Inglaterra, con Lady Chatterly, descubrí las complejidades del erotismo.
También fui Anna Karennina, Justine en el Cuarteto de Alejandría, Sofía en El siglo de las luces, la Maga en Rayuela, y en Crimen y Castigo no solo Sonia sino también Raskólnikov, haciendo míos sus conflictos de homicida, justificaciones y delirios tras el asesinato de la vieja prestamista. La experiencia literaria nos permite trascender nuestras vidas limitadas, y siendo otros en la piel del otro nos hace más sensibles a sus razones y dolores, más abiertos a las diferencias, más humanos, compasivos.
Para el lector devoto, no hay mayor felicidad en la cotidianidad ruidosa y alienante que acomodado en el silencio, con la ilusión del enamorado abrir la página del libro que desea.
Leer es una experiencia gozosa, pero también cognitiva y de creación en tanto a través de ella descubrimos y reinventamos la realidad que nos rodea. Ventana abierta al mundo, el libro y la lectura despiertan la sensibilidad y el discernimiento indispensables para la formación de individuos críticos.
“Lectura como ejercicio utópico–dice Fernández Savater– lectura como ejercicio crítico, lectura como ejercicio espiritual: el mundo y las formas de dominio cambian, pero la lectura encuentra siempre el modo de ser una revuelta”.
La lectura y la escritura son, así, una forma de resistencia, tanto más necesaria cuanto que mayor la desesperanza y la oscuridad de espíritu ante el avasallamiento del mercado y la hipertecnología. Pero ni el lector ni el escritor surgen en el vacío.
Podemos nacer con un don natural, pero en la cadena de la literatura a la que hemos hecho referencia hay eslabones que cerrar, condiciones que hacen posible tanto el desarrollo del gusto y de la capacidad lectora como la visita del ángel de la poesía; entre otras, padres con capitales escolares y culturales (sobre todo las madres), existencia de libros en la casa y en la escuela, profesores capaces de transmitir el amor a la literatura y al arte, y contacto con las prácticas culturales.
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Todas estas circunstancias, afortunadamente se cumplieron en mi caso. Mi pasión por la lectura, el empecinado compromiso con el pensamiento y la poesía, los modestos aportes que haya podido realizar con lo que he escrito no serían posibles sin la relación temprana con los libros estimulada por mi madre, sin las monjas del Colegio Apostolado, que me dieron a conocer y amar la lengua y la literatura españolas –en especial la madre Gloria, que me animó a crear y dirigir el periodiquito estudiantil Tic-Tac–, el padre Feijoo en el colegio Santa Teresa, que puso en mis manos una antología de poesía clásica en la que leí por primera vez y me deslumbró, de Quevedo, “Amor constante más allá de la muerte” con el final estremecedor que repetí durante días: “Polvo serán, más polvo enamorado”; y en los años de la Universidad de La Habana los maravillosos profesores, discípulos muchos de ellos de Camila Henríquez Ureña, herederos de su método iluminado de la enseñanza literaria.
La influencia de la escuela y del maestro en la comprensión lectora y la formación del escritor es irreemplazable, y no hay que hurgar hondo en las causas de la atonía que atraviesa nuestra literatura, y en el vacío espiritual que nos aqueja para llegar al abandono de las humanidades en todos los niveles de la escolaridad, y a la escasa presencia en las aulas de maestros apasionados y comprometidos con el conocimiento y la defensa de la lengua y la cultura.
Urge una campaña nacional por la lectura, urge garantizar el derecho de todos al libro, urge una escuela comprometida con el pensamiento crítico y la imaginación.
El escritor es los libros que ha leído, pero también el tiempo que le ha correspondido vivir. Ser en el mundo, sujeto histórico: “Yo soy yo y mis circunstancias, y la salvo a ella o no me salvo yo” dice Ortega desde su razón vital en uno de los más conocidos postulados filosóficos, en el que hay que valorar su profunda raíz ética en tanto eleva todo lo viviente a la luz, como apunta María Zambrano.
Y acaso no ha habido tiempo más fascinante, de tantos, vertiginosos cambios y contrastes que el de mi generación, la que descubrió el mundo y nació a la literatura en el momento heroico del ajusticiamiento del dictador, que vivió las luchas por la democracia que tantas vidas nos han costado, y sueños que si engendraron monstruos, después de la catástrofe que ha devenido el sueño capitalista nos recuerdan la tarea pendiente de la justicia para todos y la solidaridad, la imperecedera posibilidad del amor.
Cualquier tiempo pasado no fue mejor, pero en este presente despiadado, en este mundo provisional de la hipermodernidad, del mercado desenfrenado y las hipertecnologías, recupero las noches de los 70 alrededor del fuego de la poesía, cuando todavía creíamos que era posible, como quería Pedro Henríquez Ureña, devolverle a la utopía sus caracteres plenamente humanos y espirituales.
Por historia, sensibilidad y cultura soy irremediablemente de los 60-70. Con todo lo que significa de apuesta a lo imposible y de esperanza trunca, pero también de privilegio por haber vivido el tiempo extraordinario de los limpios de corazón, del vecino asesinado en la loma La Arabia, el amigo dentro de su carro en una calle tenebrosa, los traicionados en una cueva donde escribieron con sangre su glorioso epitafio.
No fue menos fortuna vivir los setenta literarios. Recientes todavía la eclosión del arte y la literatura tras la desaparición del dictador, la llama del 65 y el viento frío que acercó su hocico suave a las paredes y entró en nosotros, “todo perdido, terminado” sentenció René del Risco en la ciudad que estaba para su muerte frente al mar y el desencanto.
La literatura se revolvía en sus precariedades, buscaba nuevos modos de decir, y no pasó mucho tiempo para que llegara el vuelco renovador, protagonizado no por los aguerridos contestarios de los 60 sino por uno de los representantes de la entonces cuestionada Poesía Sorprendida: Una noche del año 1974 Manuel Rueda cambió el rumbo de la poesía dominicana con el pluralismo y su propuesta vanguardista de liberación del verso y la lectura poética.
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Su apartamento de la calle Pasteur se convirtió en espacio de encuentro de los jóvenes poetas, como también había sido la casa de Franklin Mieses Burgos en la calle Espaillat.
Singular característica de esos años: la existencia simultánea de figuras de primera importancia en el canon, y la actividad de varias generaciones literarias: Poesía Sorprendida, los llamados “poetas independientes”, los del 48, los del 60, y los más jóvenes que nos hacíamos sentir en los suplementos literarios y en recitales que organizábamos en distintos puntos de la ciudad y pueblos.
De esos días data el inicio de la relación que sostuve con admirados poetas y escritores “mayores”, la cual se haría más cercana y profunda en la década de los 80, a mi regreso de Cuba.
Dádiva invaluable, como los libros y el tiempo que me ha tocado vivir, el vínculo intelectual y afectivo que me unió a Freddy Gatón Arce, Ramón Francisco, Marcio Veloz Maggiolo y sobre todo a Manuel Rueda, a quien evoco con emoción, contenta de que esta ceremonia tenga lugar en la sala que lleva su nombre, con algunos de sus amigos queridos, cerca de su piano, el mantón de Manila y los libros que tanto amó.
Y junto a Manolo, Freddy, Ramón Francisco, Marcio. Amigos y maestros. Nunca agradeceré lo suficiente haber estado cerca de ellos y recibir, con su ejemplo de rigor y exigencia de calidad frente a la página la lección más valiosa para un escritor.
Si ciudadanos en el ágora, partícipes en las luchas de su tiempo ––los editoriales escritos por Freddy Gatón Arce como director de El Nacional y por Manuel Rueda desde Isla Abierta siguen quemándonos en las manos–– como escritores asumieron el oficio de la palabra sin concesiones a requerimientos extraliterarios ni facilismo.
No hubo en ellos contradicción entre el compromiso ciudadano y el compromiso del escritor con su lengua, la que enriquecieron con una práctica literaria fundada tanto en la tradición como en el impulso innovador.
El conocimiento y el amor a la cultura dominicana es otro de sus legados. Siendo tan diferentes tenían un rasgo común: nada de lo nuestro le era ajeno. Conocedores cabales de nuestra literatura, lo eran también de nuestra música ––la clásica y la popular––, artes, folklore, creencias mágico religiosas, gastronomía y regusto por la belleza del país, que disfrutaban en viajes ya legendarios.
Si con Manolo disfruté de los nocturnos de Chopin, también de sus ideas sobre el hombre dominicano, de su acendrado conocimiento de adivinanzas, trabalenguas y literatura popular dominicana; si con Freddy aprendí sobre la historia de la poesía, también de las características regionales del país; si con Marcio el dos por cuatro del bolero y la herencia taína, de Ramón Francisco la apreciación de la ópera y la gastronomía nacional.
La dominicanidad era asumida por ellos desde lo universal como una fiesta de los sentidos y del espíritu, reafirmación de lo nuestro que echamos de menos en la glorificación generalizada de todo lo que viene de fuera, así sea lo peor, y en el espectáculo de mal gusto que es nuestra cultura actual. Con mi libro República Dominicana. Paisaje, cultura quise continuar modestamente la ruta de valoración crítica y orgullo de lo nuestro trazada por ellos.
El Premio Nacional de Literatura es el más alto reconocimiento que puede conferirse a un escritor o una escritora dominicanos vivos, honor que sin yo esperarlo recibí el pasado 26 de enero, día del natalicio del fundador de la República, Juan Pablo Duarte, con la misma emoción y aleteos en el corazón de aquella mañana de abril de 1967 cuando vi publicado el primer texto de mi autoría.
Los días siguientes fueron de agradecimiento por los innumerables mensajes de felicitación y muestras de afecto. Tendrían que haber sido también de pura alegría, ilusionada por los preparativos de esta ceremonia, incluidas las palabras que ahora pronuncio ante ustedes.
Pero dos días antes de que el jurado me distinguiera con su decisión, la violencia de la guerra vino a instalarse en el mundo y el horror ante la muerte y la devastación de ciudades enteras, de un país que lucha contra una abusiva invasión por su derecho a existir en libertad ha seguido creciendo hasta llegar a imágenes insoportables del desvalimiento del ser humano frente al poder de una autocracia militar y la barbarie.
Cadáveres tirados en las calles y en los campos nevados, padres con el fusil en las manos despidiéndose de sus familias sin saber si volverán a encontrarse, aldeanos tratando de detener con sus cuerpos los tanques rusos, madres desesperadas huyendo de los bombardeos con sus niños en los brazos, adolescentes desconcertados, viejos con los ojos nublados por las lágrimas y el recuerdo de otras catástrofes.
Aquí estamos, en nuestros asientos de primera fila de un circo sangriento, viendo todo en la televisión y en Twitter, dijo el escritor británico Ian McEwan.
Acomodados en nuestra normalidad, nos sumergimos en el trabajo, en los libros, en las futilidades de la cotidianidad con el cauto optimismo que nos permite seguir hacia delante a pesar del espanto. Yo, de mi lado, buscando entender recordé la brillante reflexión sobre el espíritu ruso de Svletana Aleksiévich al recibir el Premio Nobel de Literatura.
“El ´Imperio rojo´ se ha ido, pero el ´hombre rojo´, el homus soviétikus, se mantiene. Perdura”, pero humillado y robado, agresivo y peligroso, dijo.
Sin embargo, también perdura la memoria y la sensibilidad de un pueblo que ha entregado millones de sus hijos a la causa de la libertad, y artistas, escritores de la reciedumbre humana de Tolstói, Dostoievski, Chéjov, Solzhenitsin, Anna Ajmatova, Tchaikovsky. Rachmaninov, entre muchísimos otros.
Perdura también la conciencia de que somos seres humanos con un destino común, y la esperanza de que no todo está perdido porque hemos visto las crecientes manifestaciones contra la guerra en Rusia, la unidad del mundo contra el crimen.
En apenas unas semanas más de dos millones y medio de personas se han convertido en refugiados, han dejado atrás su casa y sus vidas.
Y si escribo desde la conciencia de la realidad y la ética de la escritura para recuperar el hilo que nos une a lo sagrado, para rescatar las viejas verdades del corazón, celebrar lo mejor del ser humano y buscar refugio contra el miedo y la muerte, también, como dijo Alejandra Pizarnik, para que no suceda lo que temo, para alejar lo malo. Y justamente, pocos días antes de que iniciara este horror, escribí un poema de amor a los emigrantes y refugiados con el que quiero terminar esta intervención.
Lo dedico al pueblo de Ucrania, rogando que cese la agresión en su contra y que termine pronto esta guerra absurda que nos ha despertado a una nueva pesadilla.