Cuando encontré este larguísimo poema del gran Julio Cortázar titulado La Patria, un grito desgarrado de desesperanza y esperanza, entretejido por el sueño de un mundo mejor. Llora por su Argentina natal, habla del mate, critica a los políticos que han maltratado su patria amada, y la llora bebiendo sorbos de mate, criticando a los que se aferran al pasado y sobre todo a los que mancillaban su presente.
Así me siento yo. El 27 de febrero de este año se cumplieron 174 años de una vida republicana accidentada, más que accidentada. El proceso de independencia que había iniciado en años atrás con el surgimiento de La Trinitaria, tuvo su gran hito esa noche gloriosa. Después, el dominio conservador se impuso. Pedro Santana, el hatero, y Buenaventura Báez, el cacique maderero y conquistador de mujeres, se debatieron en un duelo infernal por dominar el poder. Culmina el enfrentamiento con el poderío del hatero de El Seibo, quien obligado por la debilidad de su liderazgo, negocia la Anexión a España. Ahí se inicia el segundo gran hito de esta larga lucha independentista que culmina con la Guerra de Restauración, liderada por Gregorio Luperón. Se inició con el Grito de Capotillo en 1863 y culminó en 1865, cuando las tropas españolas salieron derrotadas del territorio nacional. Se inicia otra etapa política en la cual los liberales volvieron a vivir en el ostracismo, y Buenaventura Báez y otros pequeños líderes conservadores, Cesáreo Guillermo e Ignacio María González, se disputaban el solio presidencial como si le sirviese de alimento, parafraseando al gran Neruda. Báez se impuso y en 1869 intentó anexarnos a los Estados Unidos. Fracasó porque hubo valientes que la enfrentaron, pero sobre todo porque el Congreso de los Estados Unidos no apoyaba las maniobras y subterfugios llevadas a cabo entre Báez y el presidente norteamericano Ulises Grant. Ante la imposibilidad de la anexión, negoció entonces el líder conservador, ahora llamado “rojo”, para arrendar la península y bahía de Samaná. Lo logró por 100 años. Sin embargo, al ser derrotado en 1874, el nuevo Gobierno de facto desautorizó el contrato. Ahí terminó la larga lucha por la independencia que duró 36 años. Esa idea de ver la independencia como proceso, y no como un hecho aislado, lo aprendí del gran Pedro Henríquez Ureña, quien planteaba que es en 1874 cuando en realidad se sepulta el proyecto conservador anexionista.
Termina Báez y el país no vuelve a la calma ni a la estabilidad. Las luchas inter caudillistas siguieron librándose. Liberales y conservadores, aunque con ideas distintas, se vieron envueltos en la lógica de los caudillos regionales, un fenómeno político que afectó a toda la América hispana, un producto directo de modelo colonial español, que tiene su base en el terrateniente impuesto por el modelo de los repartimientos y encomiendas.
El lastre del caudillismo lo arrastramos en todo el siglo XIX, que culminó con la dictadura de Ulises Heureaux y su asesinato. Al entrar al nuevo siglo, el XX, las luchas inter caudillistas tuvieron su agosto. Los rivales, ahora llamados bolos y coludos, es decir jimenistas y horacistas, llamados así por Juan Isidro Jiménez y Horacio Vásquez, se enfrentaban una y otra vez. Entre 1900 y 1916, el país vivió el caos, los enfrentamientos, las guerras intestinas. Y durante esos años Ramón (Mon) Cáceres, un antiguo horacista, negoció con los Estados Unidos y firmó la Convención Domínico Americana de 1907, para coronar a dominación estadounidense sobre la vida, la política y la economía dominicanas. Los estadounidenses eran los dueños de nuestras aduanas.
En el año 1916, por una necesidad estratégica de preservar el mar Caribe y el canal de Panamá, los estadounidenses, bajo la excusa no convincente de “preservar los bienes de sus ciudadanos” llegaron y ocuparon el país por 8 años. Ya lo habían hecho el año anterior en Haití. La isla había estaba bajo el dominio de los Estados Unidos. Al terminar la Primera Guerra Mundial, decidieron irse de este lado, en el país hermano lo hicieron mucho tiempo después.
Horacio Vásquez ganó la contienda electoral en 1924. Permaneció en el poder hasta 1930, por subterfugios legales, incluyendo la modificación de la Constitución. Aliado como era de los Estados Unidos, firmó la Convención Domínico Americana en 1924, ratificando los términos de la de 1907.
Un golpe de Estado en 1930 perpetrado por el hombre de confianza de Vásquez, lo sacó del poder e impuso a Rafael Trujillo, inaugurando el régimen de horror y terror. Permaneció por un poco más de tres décadas. Entre 1961 y 1965 el país vivió la desesperanza con el Consejo de Estado, la esperanza truncada con el Gobierno de Bosch, el Gobierno de facto del Triunvirato, una revuelta armada, una nueva ocupación estadounidense y el triunfo del caudillo que más poder e influencia tuvo en el siglo XX: Joaquín Balaguer Ricardo, quien en 1966 inauguró el régimen de los 12 años, hasta que en 1978 el pueblo se volcó hacia el Partido Revolucionario Dominicano. Dos gobiernos sucesivos de ese importante partido que se desarrolló en el exilio. Dos presidentes cuestionados. Uno que se suicidó y otro que tuvo que salir despavorido del país huyendo de las fuerzas del orden que lo acusaban de corrupción.
Entonces dieron paso de nuevo a Balaguer, que tuvo que cambiar con pesar su política económica para permanecer nueva vez por una década, dándole paso al primer Gobierno peledeísta, gracias también al apoyo recibido de su otrora archi enemigo. Llegó el año 2000, de nuevo el PRD, de nuevo una reforma constitucional para quedarse, pero sin lograrlo. En el 2004 se inauguraba una nueva era del PLD, dos con Leonel y dos con Danilo.
Y así llegamos, con esta apretada síntesis al presente. La corrupción ha sido un mal endémico de la vida política dominicana, un mal que se ha agrandado hasta niveles insospechados. La deuda sigue siendo eterna, porque todo el dinero del mundo no alcanza para las apetencias de poder y control. El país vive la vorágine incontrolable del consumo occidental sin poder equipararse a sus modelos imitados. Hoy y en todos los tiempos hay gente que protesta, que grita y apuesta a la esperanza. Yo, de verdad, me aferro a ella, aunque cada día languidece en mi corazón. Nos vemos en la próxima.