Era un austríaco arrogante, peinado a lo Hitler, más o menos de la misma estatura del Führer, cuando la directiva de la Hannoversche Orchester le informó que alternaría como concertino con un violinista de Santo Domingo se negó a aceptar, pero se trataba de un acuerdo ya firmado. Mi arribo causó cierta expectativa y los miembros de la sección de violines primeros me informaron que, debido al acuerdo de alternabilidad, yo debería actuar justo al día siguiente. Era mentira. Parte de una trampa.
El concertino austríaco se había declarado súbitamente enfermo como parte de esa trampa… y lo que hizo fue esconderse detrás de unas columnas para disfrutar mi fallo y quedar como un héroe.
Se trataba de una presentación matinal con dos obras de Rimski Korsakoff: “Scherezade” y “Capricho español”, ambas con difíciles “solos” de violín. Hubo dudas de que sin ensayo previo pudiera yo salir triunfante, pero ambas obras las había trabajado recientemente con el maestro Manuel Simó.
Justo antes de empezar a tocar, me di cuenta de que los violines estaban apostando dinero contra los miembros de las secciones de “metales” y “maderas” acerca de los puntos en que fracasaría. Yo tomé el violín en mis manos e hice lo que me correspondía. Cuando terminé sucedió algo inusual, especialmente en Alemania: “metales” y “maderas” empezaron a aplaudir regocijados.
Se había apostado bastante dinero y al final de la presentación los vencedores, que habían apostado a mi favor, realizaron un gran brindis de espumosa cerveza que se desbordaba desde suculentas jarras coronadas de estaño. Para infortunio del concertino, el manager de la orquesta había asistido al evento y lo atrapó oculto tras una gruesa columna, violín en mano, listo para celebrar su victoria.
El manager enfureció y vociferó que no quería tramposos en su orquesta.
De la violenta discusión surgió su cancelación. Los músicos consideraron excesivo el castigo, pero las cosas llegaron aún más lejos. Con gran pesar, un tiempo después me enteré de que el arrogante personaje había fallecido durante un choque de trenes. Por supuesto, no estoy conectando los daños ni regocijándome del drama, pero tengo cierto convencimiento de que los sentimientos negativos traen negatividades y lo maligno se vuelca en mal.
Es que no se trata de un evento único. Durante mi permanencia con la sinfónica de Cincinnati laborábamos tres latinos: un violinista uruguayo, un chelista mexicano y yo.
Debido a sus problemas digestivos, el magnífico director Max Rudolf se mantenía prácticamente todo el tiempo masticando algo. Era una recomendación médica, pero el chelista mexicano se burlaba de él, diciéndole “el camello”. Pensaba que no lo vería, pues Rudolf solía dirigir de memoria, manteniendo la vista en alto, inspirado y convincente.
Pero una mañana el director descubrió las burlas, que habían ido creciendo de manera imprudente. Rudolf suspendió bruscamente el ensayo y, mirándolo ferozmente, le tiró encima un torrente de insultos que no se pueden repetir, y que habrían de causar gran satisfacción a Donald Trump, de haber sido este de su tiempo.
Lo expulsó de la orquesta vociferando y haciendo volar un zapato que se quitó y le lanzó airado.
Por más que pidió perdón, el chelista no volvió a ser aceptado.
Es que los hechos tienen consecuencias. Y de una forma u otra, las pagamos.