Con toda razón escribió Pío Baroja que “la música es un arte que está fuera de los límites de la razón. Lo mismo puede decirse que está por debajo como que se encuentra por encima de ella”. Diría yo que se trata de un asombro. De mil asombros. ¿Cómo es capaz de penetrar en nuestras honduras más disímiles, creando sensaciones que nos eran desconocidas y, salidas de la nada, nos impregnan el alma adueñándose de nuestros intimismos?
¿De dónde sale que mi padre, un pobre muchacho del barrio de San Miguel apenas familiarizado con la música ligera de intención bailable que se escapaba desde el parque de los migueletes, tuviera siendo niño de siete años un espacio para que Beethoven lo paralizara con su “Sonata Patética” cuando escuchó a un pianista extranjero invitado que la ensayaba desde los altos del Hotel Francés en la calle Mercedes? ¿Esa sensibilidad, de dónde salía?
Ya siendo yo un jovenzuelo de algunos diez años, uno de esos sábados cargados de preocupación por no tener suficiente dinero para pagar a los empleados de su imprenta, acompañaba yo a mi padre en el coche, buscando un préstamo. La angustia pesaba kilos. Entonces, cruzando una tienda de discos, se empezó a escuchar el poderoso inicio del Concierto para piano de Tchaikovski. Violentamente, mi padre ordenó al cochero que se detuviese… entonces se sumergió en una tristeza consoladora a la vez que doliente. Todo se detuvo. Los obreros… bueno… los obreros de la imprenta cobrarían el lunes sin poner mala cara. Ya conocían el temperamento de su patrón.
Él decía que las obras maestras requerían “tiempo de absorción”, que escucharlas bien necesitaba apertura anímica y familiaridad. ¿Familiaridad? Sí. Porque no se ama ni se odia lo desconocido o mal contactado.
Cierto vecino nuestro era un fanático de Wagner y como a papá le molestaban algunas ideas musicales de ese compositor, así como la violencia repentina de ciertas piezas, a pesar de que él era así, violento y con salidas inesperadas, decidió construir un artefacto que impidiera que llegara la onda radial, que él activaba cuando se iniciaban ciertas arias, de modo que solo se oían ruidos.
El inocente vecino se frustraba y, nervioso, se acercaba a preguntar si en la imprenta estaba funcionando algún equipo de alta potencia que bloqueaba su radio, lo que papá, con la más serena de las expresiones, negaba. Pero vino la venganza del compositor: Papá se volvió un wagneriano empedernido y detenía las ruidosas maquinarias cuando se acercaba la hora del programa.
Para él ya había pasado el tiempo de absorción y llegado la familiaridad que permite esa apertura de ánimo tan importante para la comprensión de la música o cualquier otra expresión artística.
Estoy convencido: Hay que tener contacto íntimo con el arte.
Durante el tiempo que estuve trabajando en la radio -y después también- me he empeñado en convencer a los radioyentes de que deben volcar su atención en lo que escuchan, porque un artista cumple con la mitad del fenómeno trascendente.
La otra mitad corresponde al oyente o, si se trata de un libro, al lector.