Por Onorio Montas
Era un 10 de julio a las 5:00 a.m. una comadrona parteaba a mi madre en una casa de la calle Pepillo Salcedo (hoy San Juan Bosco) # 26, casa que aún existe. Uno de mis hermanos, Pin, me cuenta que en ese momento me escuchó gritar a través de las paredes de la casa de madera donde viviríamos mis hermanos y mi madre, casi todas nuestras vidas. Una superintendente del “Hospital Internacional” (un establecimiento que aún funciona como centro de salud), Luisa García Risueño, cubana de nacimiento, quien me bautizó y se adueñó de mí, fue presurosa a declararme ante el oficial del estado civil. Conservo en mi acta de nacimiento su nombre como declarante.
Ya en ese momento no tenía padre. Honorio César Montás Valdez (Niñítico) había desaparecido, como era frecuente en aquellos años de dictadura y le ocurrió a muchas familias en la “Era de Trujillo”. Fue un día de noviembre en la calle Pepillo Salcedo a esquina Galván y, al mismo tiempo, casi cronométricamente, supimos luego que apresaron en el puesto de chequeo de La Cumbre, en la Autopista Duarte, a su hermano Gaudesio Emilio (Guedé). Ya en 1927 habían asesinado al hermano mayor de ambos, Claudio Gilberto Montás Valdez.
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Claudio Gilberto encarnaba al general criollo que desde las guerras de Independencia hizo del patriotismo y la soberanía de su terruño un emblema de vida. Fue el líder en el Sur de las fuerzas patrióticas que enfrentaron la invasión estadounidense de 1916. Tenían una ascendencia del sur de Francia. En 1802, llegaron a estas tierras cuatro hermanos de apellido Montás, procedentes de Marsella.
Nací como hijo póstumo de Honorio César en 1946. He vivido preguntándome toda la vida cómo era y quién fue mi padre. En mi casa vivían tres primas hermanas, Norma Eva Martich, Deysi Celeste Montás y Cecilia Montás, y una tía, Leopoldina González, además de mis hermanos que han sido la fuente de información sobre la persona de mi progenitor. A veces me decían, para salir de mis insistentes peguntas: “se lo llevó el diablo”. Como niño esta respuesta me producía mayor confusión. Y, a veces, mi madrinita Luisa García Risueño, de piel blanca casi transparente con todo su largo pelo blanco, me contaba deslizando, una lágrima por sus mejillas cual si fueran cuentos de hadas, anécdotas sobre mi padre, dejando escapar una risita nerviosa inolvidable.
Tuve la dicha de que un sargento del Ejército, Amable Ventura, construyó una casa en la esquina Rocco Cocchia, y Francisco Martínez Alba (Paquito) un gallego que se pintaba con lápiz de cejas un fino bigote, cuñado del Jefe, compró otra vivienda para una “amante”, una refugiada judía, Lissi Michaelis Israeli, doña Lissi, una bella mujer que me adoptó como el compañero de Maritza Antonia, su primera hija. Maritza Antonia estudiaba en El Apostolado, un colegio dirigido por monjas que considerábamos destinado a los hijos de potentados, mientras yo iba al Colegio Salesiano, mucho más modesto y utilizado por familias o personas de menos recursos, pero de excelente formación educativa. Lo interesante de este vínculo mío con Mariza Antonia, era que ambos debíamos almorzar juntos (una bendición para mí) pues si ella no estaba, yo no almorzaba ese día. En la medida en que crecimos con este vínculo, nos convertimos en almas gemelas. Y Mariana, una morena grande que servía en aquella casa, con varios dientes de oro, se hacía cómplice de esta relación mía para que yo comiera junto a Maritza.
Recuerdo que en esa residencia Don Paco se reunía con sus cortesanos, entre ellos Antonio Imbert Barrera, administrador de la Concretera Dominicana, C. por A.; Ramón ‘Moncho’ Imbert, administrador de Compañía Dominicana de Hormigón Asfáltico Caliente, C. por A., (CODOFALTO); el médico Emil Kasse Acta, Enrique Peynado Soler (su concuñado) administrador de Atlas Comercial Company; Máximo Hernández Ortega, presidente del equipo de béisbol Leones del Escogido.
Una noche, 30 de mayo de 1961, llega un viejo amigo, tío de Janet Miller, Rafael (Rafa) Pichardo, sargento de la Policía, y casi con una algarabía dice, dirigiéndose a mamá: «mataron a “Chapita”, viuda». Ese día él había estado de servicio en la Feria Ganadera muy cerca de donde se produjo el magnicidio del Generalísimo. De inmediato me advierten: «cuidado lo que tú dices a tus amigos o en el vecindario». Mis hermanos me lo dicen casi en tono amenazante. Todos percibíamos algo raro en el ambiente y presagiábamos que algo sobrevendría. Vivíamos en un área de la ciudad rodeada por las fuerzas de represión más importantes. Estábamos cerca del cuartel del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), que a la vez era vecino del Palacio Nacional, de la Policía y el cuartel de la Guardia Presidencial que estaba, a su vez, frente a la Policía. Al día siguiente me mandaron normalmente al Liceo República de Argentina, donde cursaba la intermedia. Por lo regular en mi ruta a la escuela acortaba el camino por un parquecito que estaba detrás, al sur del cuartel del SIM, donde hoy está el edificio del Primer Regimiento del Ejército. Le decíamos el parque de los Caliés. Ese día no pude cruzar por allí. Cuando llegué a nuestro curso se presentó un nuevo estudiante, lo que nos resultó sospechoso porque casi terminaba el año escolar. Era de apellido De la Cruz. Luego nos enteramos que era hijo de Zacarías de la Cruz, el chófer de Trujillo, quien lo acompañaba al momento del atentado y quien había sido gravemente herido en el tiroteo. Aquel muchacho no volvió jamás al liceo.
En los días sucesivos comenzaron los rumores de que en los lugares públicos en que había fotos, bustos o estatuas del Tirano se producían muestras «de irrespeto» a la figura del Jefe. Era cierto. En el mismo curso donde recibía clases, Radhamés Cuesta Ortega, Yi Ben Chea y yo, luego de limpiar el pizarrón del aula 2-B, le lanzábamos el borrador al retrato del Jefe que presidía el aula, utilizando la foto como un tiro al blanco.
Asedio a mi casa y a mis hermanos
En aquellos días teníamos advertido en mi casa que no podíamos sentarnos en el frente de la casa. Mis hermanos tenían cada uno un grupo amigos y algunos de ellos estuvieron involucrados en la “Nueva Trinitaria”, que conspiraba contra la Dictadura, y que orientaban el profesor Casado Soler, Ildefonso Güemes Naut y algunos seminaristas, pero fueron descubiertos por los servicios de inteligencia y a tres de mis hermanos los “mandaron” al asilo de huérfanos que había en los Bajos de Haina, regenteado por los curas Salesianos, y al mayor lo enviaron donde «Serrano», en La Vega, que era una especie de reformatorio de niños y jóvenes que delinquían, lo cual se presentaba como una benevolencia del Jefe, para que no todos los Montás desapareciéramos. Éramos cinco varones.
De aquellos días siempre recuerdo el sonido de los autos Volkswagen, que conocíamos como Cepillos, del SIM, cuando pasaban frente a mi casa. Este era un sector particularmente vigilado porque por allí vivían muchos importantes personajes del régimen como Cholo Villeta, un destacado miembro del SIM conocido por su crueldad. Residía en la Hilario Espertín a unos cuantos pasos de mi casa. También Candito Torres, quien llegó a ser el Jefe del SIM, con residencia en la avenida Francia; también los hermanos Milito, Caonabo y Arcadio Fernández connotados miembros del SIM, hijos de Ludovino Fernández, los que vivían también en la Hilario Espertín, así como el temible interrogador de la 40, doctor Faustino Pérez, el cual vivía en la Ciriaco Ramírez. En esos días, Hernández, a quien apodaban El Sombrerú, se adueñó de la casa de Lissi Michaelis. También en los alrededores de mi casa residían el chófer del SIM Tommy Lozano, en la Cachimán esquina Rocco Cocchia; el capitán de corbeta Clodoveo Ortiz, en la Gaspar Hernández al lado de José Goudy Pratt Pierret y sus hermanos Frank (quienes estuvieron en la cárcel de torturas conocida como La 40). Con los hermanos Pratt también vivían Bernardo y su bella hermana Milagros, quien casó con el doctor José Joaquín Puello.
Mi Barrio
Recuerdo vivamente las travesuras del barrio. Era un lugar tranquilo. Me alfabeticé en el Colegio María Auxiliadora, una escuela para niñas, pero allí asistí al Kindergarten con una querida y dulce monjita llamada Sor Refugio, la que también enseñó a leer y escribir a todos mis hermanos en ese colegio situado frente al Colegio Salesiano. Desde allí, los varones, ingresábamos a la primaria en el colegio Salesiano, después de una evaluación para determinar a qué curso de la primaria calificábamos. Siempre recordaré al padre Andrés Nemet y mis compañeros Feno Fernández, Andrés Luciano Mateo, René Alfonso, Toby, Yoryi y Rafael Valdez y monseñor Tom Lluberes, inolvidables amigos de infancia, y los del barrio Vladimir Larrache, Carlito y Fonso Pimentel, Willy Lozano, los Silié Valdez, Netico Rodríguez, Freddy Infante.
Y un grupo de viejas del barrio que me añoñaban: Mercedes Vallejo viuda del piloto Aníbal Vallejo, quien fue acusado de atentar contra Trujillo; las tres dulces y cariñosas jamonas hermanas Pichardo (tías de José del Castillo Pichardo), doña Generosa, doña Hanna Michaelis, personas que nunca olvidaré.
Me llamaban cariñosamente Yoyo…