Investiga, investigador. El futuro está hecho de investigación.
Ortega y Gasset[1]
La idea del progreso constituyó la primera ideología moderna, el primer dogma “científico” de la historia de la humanidad. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, se empezaron a cantar las alabanzas del progreso, un concepto que se reivindicó de modos dispares en una época en la que Europa Occidental era presa de cambios vertiginosos. Fueron tiempos de lucro y prosperidad, crecimiento de ciudades, expansión de imperios, avances científicos, nuevas tecnologías en la comunicación y el transporte y revoluciones políticas. Daniel J. Boorstin [2]
Boorstin sostiene que esta situación fortaleció los estudios históricos y a los intelectuales que se dirigieron hacia la historia como ciencia, o como referencia para sus ideas y propuestas. Como fue el caso de Condorcet en el siglo XVIII y Auguste Comte en el siglo XIX. Estos dos hombres comenzaron a cuestionarse y a buscar nuevas sendas.
Condorcet, antirreligioso apasionado, planteaba que la imprenta era el símbolo de la libertad, pues podía propagar el conocimiento y a nuevas ideas en el mundo de la política. Hizo grandes aportes en materia educativa. Su propuesta más novedosa fueron las “matemáticas sociales”, pues decía que los números debían tener un significado social. Una de sus obras más conocidas fue “Esbozo”. Estas cortas páginas, publicadas casi sin revisar, constituyeron un hito en la tradición liberal. “Su visión de la civilización occidental moderna, aunque pecara de optimista, fue extraordinariamente profética. Con la excepción de su dogma sobre la igualdad humana, sus opiniones sobre la sociedad eran abiertas, dirigidas a la “perfección” humana, cualquiera que sea el sentido de esta expresión.
Su discípulo y prácticamente sucesor, Augusto Comte, tomó las ideas planteadas por Condorcet en Esbozo y las transformó en un sistema imponente, expresado en la llamada “filosofía positiva”. A diferencia de su maestra no era partidario de la libertad, sino del progreso. Convirtió a la ciencia y al avance científico en el motivo para hacer realidad el ansiado progreso. El positivismo comtiano es quizás el modelo que más incidencia ha tenido en el mundo occidental y que más ha perdurado a través del tiempo.
Basándose en la triáda hegeliana, Carlos Marx intenta reiventar la historia y darle un nuevo contenido y lógica, y lo llamó el materialismo histórico. La lucha de clases, en la concepción marxista era el motor de la historia. Para Marx el determinismo era su signo. La historia seguiría las mismas etapas: la sociedad primitiva, la esclavista, la feudal, la capitalista, la socialista que culminaría en el comunismo. “Hasta ese momento, en la historia, todos los modos de producción (…) habían dependido del antagonismo entre los productores y los beneficiarios de la producción. Marx prevé que las relaciones burguesas de producción son la última forma de antagonismo del proceso social de producción y al mismo tiempo, las fuerzas productivas, que se han gestado en el seno de la sociedad burguesa, crean las condiciones materiales para la solución de ese antagonismo. Este será el epílogo de la fase prehistórica de la sociedad humana. De modo que la ciencia de la historia de Marx termina con una nota apocalíptica”.[3]
El siglo XIX se convirtió en el período del nacimiento de las certezas, tanto por Comte con su “filosofía positiva” y con Marx, con una propuesta ideológica transgresora del discurso del progreso y la modernidad capitalista, para proponer un nuevo ideal de una sociedad igualitaria.
Con la entrada del siglo XX, y las convulsiones políticas, las dos guerras Mundiales, el triunfo de la Revolución Bolchevique, la Revolución China, la Guerra Fría (que era muy caliente), la carrera armamentista, el discurso anticomunista de las potencias, el renacimiento del autoritarismo en América, la expansión de las ideas marxistas en el continente, el triunfo de la Revolución Cubana, y otros sucesos importantísimos, comenzó la incertidumbre.
El siglo XX nos regaló mentes brillantes. Einstein fue uno de ellos. Dice Boorstin que este singular científico “se hizo famoso para el público por un acontecimiento espectacular que confirmaba sus teorías crípticas y se aireó en todo el mundo”.[4] Este pensador no solo fue un hombre de su tiempo, sino que fue capaz de ser crítico con él. Su brillantez lo llevó a cuestionar incluso las conclusiones de los científicos de su tiempo. Como afirma el autor de Los Pensadores, “era la persona indicada para poner en tela de juicio las teorías grandiosas sobre el mundo físico. Consideró una responsabilidad personal salvar el abismo que separaba la física antigua de la nueva, inspirarse en ambas para revelar una nueva unidad significante. Disponía de paciencia del sagrado espíritu inquisitivo, de sentido del humor y de la convicción de estar recorriendo una senda interminable. Durante las últimas décadas de su vida, siguió el campo gravitacional de Newton con los campos electromagnéticos que acababan de descubrirse”.[5] Y con las ideas de este hombre tan singular termina su magnífica obra.
A este capítulo añade uno exclusivo dedicado a las notas bibliográficas. ¡Dios, cuánta erudición! Me rindo ante los conocimientos de este bibliotecario desmeritado por algunos congresistas, que no tenían la capacidad de aquilatar la brillantez de este erudito investigador, quien a través de sus páginas nos enseña a repensar y a reaprender. Y yo le agradezco tanto que me haya cuestionado las ideas que aprendí y difundí durante mucho tiempo.
[1] Citado por Daniel Boorstin, Los pensadores, Barcelona, Editorial Crítica, 1999,
p. 216. [2] Ibidem, p. 217. [3] Ibidem, p. 227.
[4] Ibidem, p. 297.
[5] Ibidem, p. 301.