Poema a los Reyes Magos de Rubén Darío
Poema sobre los Reyes Magos para niños
-Yo soy Gaspar. Aquí traigo el incienso.
Vengo a decir: La vida es pura y bella.
Existe Dios. El amor es inmenso.
¡Todo lo sé por la divina Estrella!
-Yo soy Melchor. Mi mirra aroma todo.
Existe Dios. Él es la luz del día.
La blanca flor tiene sus pies en lodo.
¡Y en el placer hay la melancolía!
-Soy Baltasar. Traigo el oro. Aseguro
que existe Dios. Él es el grande y fuerte.
Todo lo sé por el lucero puro
que brilla en la diadema de la Muerte.
-Gaspar, Melchor y Baltasar, callaos.
Triunfa el amor y a su fiesta os convida.
¡Cristo resurge, hace la luz del caos
y tiene la corona de la Vida!
Ese viejo y hermoso poema del gran Rubén Darío lo leí cuando era niña y me encantaba. Adulta ya, volví a leerlo y no solo me recordó mi niñez, sino que reparé en la hermosa inocencia y candor de sus versos. Ojalá muchos padres lo utilizaran.
¡Cuántas facetas tiene la vida! Deploro con lágrimas el curso de los acontecimientos en el mundo. Los niños muertos en Siria producto de una guerra sin sentido! Las declaraciones irresponsables de algunos líderes del mundo, las lágrimas de las madres que no tienen que dar de comer a sus hijos. El desconcierto de los trabajadores por cuenta propia, que deambulan por las calles implorando un trabajo para conseguir el pan de sus hijos. Todos esos hechos, y muchos más, golpean mi alma de manea inmisericorde.
Tengo el privilegio de tener grandes tesoros, que llenan mi corazón y me regalan muchas alegrías. Mi familia ampliada, el clan de los Sang Ben, con sus dramas, colores y dolores, nos mantenemos unidos, una unidad extendida a nuestros hijos y nietos. El cielo me regaló mi propia familia. Soy madre de Arancha y Rafael, nacidos ambos desde lo más profundo de mi corazón; que estará siempre agradecido y esperanzado. Y hasta hace poco era la abuela bendecida de Rafael Eduardo y Andrés. Soy suegra de Rocío y de Héctor, los compañeros de historia de mis hijos, y con ellos hemos iniciado un proceso hermoso de relaciones, en el que hemos aprendido a conocernos, a respetarnos y a amarnos. Esta realidad ha sido el maravilloso fruto de nuestro amor. Unir nuestras vidas, por la decisión de ser felices, cambió nuestras vidas permitiéndonos reconstruir los trozos de vida dispersos, para llevarlos en una sola dirección.
Este año el pequeño clan nuestro se coronó con la llegada de Lucas, el nieto que nos han regalado Arancha y Héctor. Este hermoso bebé, que ya cumplió sus tres meses, ha hecho renacer la ternura. Tenerlo en mis brazos es olvidarme del mundo y sus problemas. Ser testigo de su crecimiento, acompañarlo en el descubrimiento de su entorno, como cuando se percató que tenía manos y comenzó a mirarlas y llevárselas a la boca. Recuerdo también cuando se percató del sonido que provenía de los sonajeros. Me di cuenta y lo dirigí a uno en específico, y mientras movía para hacer que sonara más fuerte, miraba su carita de asombro. Tenerlo en mis brazos es mi mayor regalo de este año. Sentir cómo ha crecido. Y en solo tres meses se ha transformado en un bello muñeco, como si fuera uno de esos “mi nene” que tenía cuando era niña y fue el regalo más preciado en un Día de Reyes. Como mi muñeco preferido, Lucas se acomoda en mi hombro y se queda tranquilo y se deja amar. No llora, solo si tiene hambre o está sucio. Se sonríe o ríe a carcajadas cuando le digo “carita de luna llena” y unos hermosos ojos de alcancía.
Cada vez que puedo, abandono mis múltiples obligaciones y salgo despavorida por las calles de la ciudad, soporto el tránsito terrible para llegar a su casa. Y cuando lo tengo en mis brazos se me olvida el mundo, mis tareas pendientes y mis preocupaciones.
Entonces me doy cuenta de que soy una mujer afortunada. El Niño Dios y los Santos Reyes me regalaron a estos tres nietos que han llenado de ternura infinita mi corazón. El primero, Rafael Eduardo, hoy un pre-adolescente avispado, que hace preguntas inteligentes, me enseñó a descubrir la necesidad de hacer renacer la niña que llevo en mí. Y junto a él me sentaba en el piso, para jugar a la carrera de carros, o lanzar los camiones llenos de piedras por las pendientes más empinadas que encontrábamos. Es mi compañero de juegos de mesa. Conmigo aprendió a jugar ajedrez, parché, casino, UNO… A veces simplemente nos sentamos uno al lado del otro para disfrutar de nuestra presencia, sin palabras. En ocasiones yo me ponía a escribir y él a ver la televisión.
Siete años después llegó Andrés, un hermoso niño rubio, alegre, que le encanta bailar, que es un cascabel, y a diferencia de su hermano mayor, no le gustan los libros. Es amante de los súper héroes, especialmente del Capitán América y el “Señor Araña”. Su sonrisa es un canto a la alegría, sus ojos verdes y su pelo ensortijado lo hacen un bello niño encantador y travieso. A veces me cela con su hermano mayor. Y me lo recrimina. Mi respuesta es un abrazo.
Ahora llegó Lucas para completar el trío maravilloso de la alegría. Volvimos a ocuparnos de los cochecitos, de los pañales, de la leche, las vacunas… Y volvimos a disfrutar el placer inmenso de ser testigo del inicio de una nueva vida, indefensa y atenta a los mimos y cuidados de los adultos. Lucas es una bendición del cielo para su madre Arancha, para su padre Héctor, para sus tíos y primos.
Agradezco al cielo, a los reyes al Niño Dios por tantos regalos y bendiciones recibidas. Soy una mujer feliz, plena que a sus 61 años puede decir que ha conocido todas y cada una de las dimensiones del amor.
Consciente de que la vida es una aventura, que cada día trae su afán, contar con la compañía inocente de unas vidas que se abren al mundo, es quizás el mejor y más puro aliento para seguir. Al final, recogerán, recogeremos, los frutos que habremos sembrado.
Solo espero que Dios y la vida me regalen los días suficientes para acariciar con las ternuras que palmo a palmo, esos hijos-nietos-regalos del cielo, me sigan ofreciendo días de amor incondicional.
Y así, doy gracias a los Santos Reyes que recuperé “mi nene” de infancia, muchas décadas después.