Si la muerte pisa mi huerto,
Quién firmará que muero de muerte natural
Quién lobo se hará en mi pueblo,
Quién pondrá un lazo negro al entre abierto portal
Quién será ese buen amigo que morirá conmigo aunque sea un tanto así
Quién mentirá un padre nuestro y a rey muerto rey puesto pensará para si
Y quién cuidará de mi perro,
Quién pagará mi entierro y una cruz de metal
Cuál de todos mis amores ha de comprar las flores para mi funeral
Quién vaciará mis bolsillos, quién liquidará mis deudas a saber
Quién pondrá fin a mi diario al caer, la última hoja en mi calendario.
Quién me hablará entre sollozos
Quién besará mis ojos para darles la luz
Quién rezará a mi memoria Dios lo tenga en su gloria y brindará a mi salud
Quién hará pan de mi trigo
Quién se pondrá mi abrigo el próximo Diciembre
Quién será el nuevo dueño de mi casa y mis sueños y mi sillón de mimbre
Y quién me abrirá mis cajones
Quien leerá mis canciones con morboso placer
Quien se acostará en mi cama se pondrá mi pijama y mantendrá mi mujer
Y me traerá un crisantemo el primero de noviembre a saber
Quién pondrá fin a mi diario al caer la última hoja en mi calendario.
Joan Manuel Serrat
Septiembre es un mes que nubla mis sentidos. Demasiadas emociones se acumulan en sus 30 días de vigencia. Cada año mi corazón se llena de alegrías, nostalgias y tristezas. Nací, me casé, comparto mi signo con gente querida, y nos reencontramos con la muerte. Nuestro hermano Peng Sien cumplió dos años que inició su viaje al mundo desconocido de la vida eterna.
El binomio existencial, vida-muerte, ying-yang, amor-odio, blanco-negro, risa-llanto, alegría-tristeza, alto-bajo… nos rodea, nos asecha, nos condiciona, nos abraza y nos recuerda permanentemente que sin esas realidades opuestas es imposible entender la existencia humana.
La partida duele hasta las entrañas. Sufres mucho los primeros días. Cuesta levantarte cada día. Los recuerdos se agolpan y llegan a tu memoria atropelladamente. Las pequeñas cosas cotidianas se encadenan para rememorar el pasado: una salida del sol, una canción, un atardecer, una camisa, un color…
Después de un tiempo, el ritmo vital debe seguir. La cotidianidad nos arropa de nuevo, las dificultades y problemas intrínsecos a tus deberes laborales te obligan a echar a un lado la tristeza, y proseguir. En las pausas, el recuerdo vuelve con toda su intensidad, las lágrimas afloran de nuevo, lloras, luego las secas, sacudes la cabeza y sigues.
Lo peor de la muerte es la ausencia y el olvido. Todos nacemos para morir algún día. Solo luchamos para que se retrase el final de nuestro destino, la verdad de la despedida. El tener que alejarnos de los nuestros, el dejar cosas pendientes, el ansiar ver concluidos procesos, el ver a nuestros hijos y nietos realizarse, el terminar un proyecto; en fin, miles de cosas que iniciamos y deseamos verlos finalizar. ¿Acaso será ese deseo de terminar un apego irracional a la vida envuelto en racionalidades justificativas?
La eternidad ha sido una aspiración y un mito de la humanidad. ¿Para qué vivir para siempre? ¿Qué ganamos cuando sabemos que todo seguirá que nada terminará? La verdad de que somos seres vulnerables y finitos. Por eso la filosofía china asegura que la verdadera eternidad no es vivir para siempre, sino tener a alguien que te recuerde. La historia nos ha regalado seres eternos, porque son recordados a pesar de haber transcurrido miles de años, como es el caso de Platón, de Aristóteles, de Confucio, de Lao Tse, solo para mencionar algunos. Pero no olvidemos a Jesús, el Mesías, el que dividió la historia, nacido en un pequeño pueblo de Jerusalén. Él, a pesar de sus detractores, sigue inspirando a millones de seres y su ejemplo continúa siendo imitado por muchos, aunque una gran parte de la sociedad occidental, y de la oriental también, pisotee su recuerdo.
He reflexionado mucho después de mis encuentros obligatorios con la muerte, pues he tenido que despedir a mi padre, a mi madre, a mis abuelas, a mi sobrino querido y a mi hermano Peng Sien. No hay que temer a la partida final. Eso es parte del juego vital. Sin desear su llegada, aceptarla sin resistencia es la mejor salida. Amar intensamente la vida, aceptando la muerte es parte de la dualidad existencial.
Confieso que había comenzado a escribir este artículo en la tranquilidad de un sábado por la noche, pero al hacerlo conmovió hasta las últimas fibras de mi ser. Al hablar de la muerte, reviví momentos tristes de la vida familiar, momentos donde las lágrimas se apoderaron de nuestros días, y tuve que parar.
Lo finalizo hoy domingo en la mañana, después de una reparadora noche de descanso, las cosas vuelven a ponerse en perspectiva. Al despertar hice balance de mi vida. Y volví a recordar que el largo trayecto de la humanidad se ha construido con seres que nacen y de otros que parten y dejan sus huellas para bien o para mal. Que el designio humano es nacer sin que te pregunten y morir cuando llegue tu hora.
Qué suerte he tenido de nacer,
para estrechar la mano de un amigo
y poder asistir como testigo
al milagro de cada amanecer.
Qué suerte he tenido de nacer,
para tener la opción de la balanza,
sopesar la derrota y la esperanza
con la gloria y el miedo de caer.
Qué suerte he tenido de nacer,
para entender que el honesto y el perverso
son dueños por igual del universo
aunque tengan distinto parecer.
Qué suerte he tenido de nacer,
para callar cuando habla el que más sabe,
aprender a escuchar, ésa es la clave,
si se tiene intenciones de saber.
Qué suerte he tenido de nacer,
y lo digo sin falsos triunfalismos,
la victoria total, la de uno mismo,
se concreta en el ser y en el no ser.
Qué suerte he tenido de nacer,
para cantarle a la gente y a la rosa
y al perro y al amor y a cualquier cosa
que pueda el sentimiento recoger.
Qué suerte he tenido de nacer,
para tener acceso a la fortuna
de ser río en lugar de ser laguna,
de ser lluvia en lugar de ver llover.
Qué suerte he tenido de nacer,
para comer a conciencia la manzana,
sin el miedo ancestral a la sotana
ni a la venganza final de Lucifer.
Pero sé, bien que sé…
que algún día también me moriré.
Si ahora vivo contento con mi suerte,
sabe Dios qué pensaré cuando mi muerte,
cuál será en la agonía mi balance, no lo sé,
nunca estuve en ese trance.
Pero sé, bien que sé…
que en mi viaje final escucharé
el ambiguo tañir de las campanas
saludando mi adiós, y otra mañana
y otra voz, como yo, con otro acento,
cantará a los cuatro vientos…
Alberto Cortez