El martes pasado me refería a cómo se discute nueva vez la frustrada intención de Juan Bosch de suicidarse horas después del golpe de 1963. Con la excusa de la reimpresión de su libro sobre el derrocamiento, ciertos auto-designados albaceas del gran político y escritor han insultado y descalificado a Miguel Guerrero, sólo por referir un dato –reconfirmado por los descendientes del testigo- sobre el manifestado deseo de inmolación del ex presidente.
Pero otro Miguel, este Franjul, en su libro de 1998 “Bosch, noventa días de clandestinidad”, relata cómo Bosch padeció diarreas, úlceras y alteraciones nerviosas por la guerrilla de Caracoles de 1973. Dice que sabía que llegaba Caamaño pero afirmó desconocerlo; que el cadáver lo trajeron congelado del exterior; que dizque Bosch usaba peluca para disfrazarse y dormía con un cuchillo bajo su almohada “para que no lo cogieran vivo”. Según Franjul, tras Caracoles y por tensiones políticas, Bosch hizo una crisis nerviosa tan grave que para reponerse se escondió durante casi un mes en una casa de playa en Juan Dolio.
Me preguntaba por qué, visto esto, le reclaman al Miguel laureado y al otro no. Quizás es porque la intención real no es defender el recuerdo o imagen de don Juan, sino usar ello de excusa o parapeto para otros fines. Al fin y al cabo, según expliqué en mi libro sobre el suicidio del Presidente Guzmán, no han sido pocos los políticos que se matan. Desde Marco Antonio y Cleopatra, tres décadas antes del nacimiento de Cristo, hasta después de Hitler, hay notorios casos de líderes que ponen fin a su vida por su propia mano. En la América Latina, están los de Carlos Prío Socarras, Osvaldo Dorticós y Eduardo Chibas en Cuba (donde vivió Bosch), Getulio Vargas en Brasil, y Balmaceda y Allende en Chile. Aquí, la muerte de Pedro Santana ha estado rodeada de una bruma que podría esconder un suicidio. Cesáreo Guillermo, presidente dominicano entre 1878 y 1879, al ser perseguido por el dictador Ulises Heureaux entre los montes alrededor de Villa Sombrero, en las afueras de Baní en 1885, previendo su inminente captura, se suicidó.
Quizás la discusión pública debería ser cómo y por qué la prensa se presta para falsos debates cuyo fin es distinto al aparente, para la justificación de inconductas e indelicadezas, ¡escudándose en don Juan!