La esencia patrimonialista de nuestra cultura política produce ineficiencia
Más que la tenaz resistencia de las colectividades políticas y sociales que adversan los procesos de cambios, es la fuerza de la cultura política el lastre que generalmente obstaculiza, o hasta llega a impedir, cualquier proyecto transformador.
Ello así, porque al ser esta el conjunto de valores, costumbres y prácticas en que discurre y se configura un sistema político, en mayor o menor grado envuelve a todos los sectores políticos y con ellos a toda la sociedad.
Por consiguiente, es en esa cultura donde vive y reproduce ese germen llamado continuidad del antiguo un régimen que corroe o lastra todo intento de cambios. Recientes declaraciones o autoimputaciones de funcionarios y determinadas prácticas en la presente administración confirman este aserto.
A ese propósito, constituye un lastimoso ejemplo las recientes declaraciones de una funcionaria, que siendo elegida diputada renunció de ese mandato popular a los tres días de instalarse el nuevo Gobierno para ocupar un puesto en esta administración.
Instalada como superintendente de Seguros, aumenta la nómina de la institución. “Tengo que nombrar mi gente”, fue su desparpajado alegato. Ese hecho insólito, impensable en un país normal, solo produjo ruido.
Ninguna consecuencia. Otra muestra: en un acto eminentemente político, sectores religiosos se congregan frente al Congreso para presionar, fustigar y demonizar a los congresistas que osaren desoír sus concepciones sobre sus ideas/fe sobre el aborto, una cuestión universalmente aceptada como algo del ámbito privado.
Nuestra administración pública adolece de muchos lastres, pero el más tóxico es el criterio de selección de los funcionarios basado en la supuesta o real lealtad política de estos al Gobierno de turno.
Esa práctica determina un funcionario rehén, de precarios o inexistentes derechos laborales; además de una inaceptable limitación del derecho al trabajo a personas de probado talento y talante.
Este problema preocupa a la actual administración y da muestra de querer enfrentarlo, pero en muchas dependencias algunos de sus principales incumbentes, presas de la vieja cultura política, recurren a la inaceptable práctica de “poner a mi gente”, tengan o no competencia.
Así, nuestro país difícilmente podrá superar el drama de miles de reales trabajadores que cada cuatro años padecen el estrés que produce la incertidumbre de su permanencia o no en sus puestos y la sensación de otros tantos de no tener espacio en el nuevo Gobierno.
Tampoco, que se produzcan hechos deplorables, como el de los médicos cancelados y precipitadamente reintegrados ante la amenaza de una huelga del sector salud en plena pandemia.
Esas circunstancias la producen la idea de que “el poder es para usarlo” o un “manjar”, que el Estado es patrimonio de quienes formalmente lo controlan y/o de determinados poderes fácticos.
Ese fardo lo cargamos desde el periodo colonial, constituyéndose en lastre para la América y el Caribe hispanoparlantes. Aquí, quizás como en ningún otro país, el Estado es la principal fuente de empleos, el que asigna recursos y compra voluntades tengan talento o no.
En los países donde se ha querido superar la cultura patrimonialista del Estado se ha apostado a políticas de inclusión social, reformistas o revolucionarias y de institucionalización enfrentando ancestrales los privilegios.
Los resultados han sido relativamente pobres, porque esa apuesta la han impulsado líderes voluntarios, básicamente, y no gobiernos racional, funcional y democráticamente estructurados.
La esencia patrimonialista de nuestra cultura política solo produce ineficiencia, negación de derechos, inequidad, miserias humanas y corrupción generalizada. Eso no lo supera una sola voluntad.
La selección de funcionarios basada en lealtad política es el lastre más tóxico