Las enseñanzas parabólicas de Jesús, de su doctrina redentora del pecado, la culpa y el perdón, tiene una raíz oral. De ahí el poder mágico y misterioso, seductor y persuasivo, que encarnó en escritura sagrada.
La humanidad ha dejado su huella escrita, su memoria verbal, a través del libro. Prácticamente, el corpus de la ética y de las ideas, en Occidente y Oriente, proviene de la herencia oral que nos legaron Sócrates, Jesucristo y Buda, genios de la parábola y la sabiduría de la conversación.
Ninguno fue escritor ni publicó libros. Todas sus sabidurías espirituales o filosóficas están contenidas en las ideas que dictaron o que rescataron sus discípulos. Sus doctrinas y métodos, sentencias o diálogos, poseen la riqueza y la magia de la improvisación.
La mayéutica socrática o las parábolas cristianas tienen, en su esencia, la savia del mensaje ético y la persuasión teológica. Sus enseñanzas residen no en la erudición, sino en la sabiduría, nutrida de la oralidad misma y de la experiencia. Para ellos, la palabra oral tenía una filosofía que descansaba en el poder ético y en la retórica de la verdad.
Fomentaron la cultura oral como una forma de potenciar la memoria, pues para estos sabios, hay más ética acaso en lo oral que en lo escrito. O porque hay más verdad en lo que se dice que en lo que se escribe. Y tal vez porque lo escrito caduca y lo oral no.
La cultura oral estimula la memoria de los pueblos, en cambio, la cultura escrita potencia el olvido. Así, la memoria funciona, en su dinámica, como la vía de transmisión de la herencia cultural del patrimonio intangible, de mitologías y leyendas, poemas y textos sagrados. De ahí que la memoria era representada, en la antigüedad griega, como la diosa de la inspiración, cuyo nombre era Mnemosine o Mnemosina, considerada la personificación de la memoria y madre de las musas. Por tanto, el arte de la memoria era el arte del recuerdo, en la época del imperio de la oralidad.
Derrota de la memoria como técnica de aprendizaje, la educación moderna ha desplazado el prestigio que antes tenía, del saber que se adquiría de modo mnemotécnico, que era también, según Steiner, un “saber del corazón”. Había pues un amor al saber de memoria, un aprecio al valor de la memoria, al conocimiento que se metabolizaba con la mente y el corazón, en guerra contra el olvido.
Hay en la pedagogía moderna,un miedo a la memoria, y esto ha hecho que se atrofie, que se mutile, en nombre del razonamiento y la originalidad. Olvidan que lo que se aprende de memoria no se olvida y se guarda en el corazón, en el sentimiento, donde van a parar las cosas que se aman. Olvidan, que están estimulando la pereza y el aprendizaje exclusivo de la razón, sin el concurso de la memoria, único conocimiento significativo.
Solo amamos aquello que nos cuesta, que aprendimos por la acción de la repetición. Saber algo de memoria es saber significativamente. La cultura oral y ancestral de los sabios poseía el don de la sabiduría: era adquirida de la escucha, no de los libros.
De ahí la magia y el aura de sacralidad que inspiraba. El saber lapidario con el sabor moral de los eruditos, predicadores sagrados y maestros espirituales, llevaba intrínseca una voluntad pedagógica. Las enseñanzas parabólicas de Jesús, de su doctrina redentora del pecado, la culpa y el perdón, tiene una raíz oral. De ahí el poder mágico y misterioso, seductor y persuasivo, que encarnó en escritura sagrada.
Lo curioso es que su mensaje lo dirigió a iletrados, más bien, a no lectores. Acaso en su retórica oral residía su poder hipnótico. Y también su valor de ley sagrada. Y porque sus palabras eran recibidas de un mensajero celeste, de un emisario que venía como intérprete de Dios, con una doctrina de liberación no del cuerpo, sino del alma y de la vida eterna.
Dicha evangelización, que contenía el espíritu de la letra de Jesús, persuade por su originalidad y conmoción. Sus palabras habladas eran provocadoras y sentenciosas, parecían dictadas por la divinidad, lo que hacía sobrecogedor su mensaje, y apocalíptico su evangelio. Y ese tono escatológico infundía miedo porque encarnaba el terror del fin del mundo.
Durante mucho tiempo la lectura de la Biblia fue considerada herética: su exégesis estaba destinada, exclusivamente, a hermeneutas y a teólogos. Con la invención de la imprenta de Gutenberg, en 1440, el primer texto en ser impreso fue, desde luego, la Biblia, y esto permitió la generalización de su lectura, lo cual llenó de miedo a la Iglesia católica.
La inquisición prohibió el consumo de novelas en el Nuevo Mundo, porque la Iglesia consideraba que volvía heréticas y alucinadas a las personas. Desde entonces se creó un catálogo de los libros prohibidos, y muchos autores, como Galileo y Spinoza, y una serie de libros que fueron sentenciados como sacrílegos y profanos, fueron a parar a la hoguera.
El libro atravesó, así, un purgatorio que se disipó con el desarrollo de la burguesía y el nacimiento de la clase media en el Occidente de Europa, cuando realmente logra su auge y se produce la llamada era del libro y la lectura.
También se desarrolló el sistema de bibliotecas públicas y privadas, como las de Montaigne, con su torre-biblioteca, o Montesquieu, Walpole, Gibbon, Macaulay, Thomas Browne, o en la época moderna la de Aby Warburg, y en la actualidad la de Alberto Manguel.
Durante la antigüedad y la Edad Media, el libro vivió una edad dorada hasta el siglo XX, y con el advenimiento del siglo XXI, ha vivido un constante purgatorio, de vaivenes, y predicciones sobre su desaparición o no, amenazado por la era digital y el libro electrónico.
Para los románticos del siglo XIX, la vida contemplativa o pastoril era más importante que la vida libresca. De ahí su culto a la naturaleza por encima de la sabiduría de los libros, y el elogio a la vida del sueño antes que a la vida diurna.
“El hombre es un mendigo cuando piensa y un dios cuando sueña”, dijo Hölderlin. Así pues, los poemas románticos estaban imbuidos por este culto a la experiencia sensible y vital del mundo exterior. De modo que los libros no debían influir en su intelecto, sino la naturaleza, en su esplendor y exuberancia, magia y misterio.
Lo propio hizo Thoreau, el trascendentalista y anarquista americano, acaso el primer ecologista, que optó por vivir en el bosque para buscar la inspiración vital y captar el silencio de la naturaleza, como lo expresa en Walden o la vida en el bosque o en su Diario.
El libro impreso ha tenido sus apologetas y sus enemigos, como se echa de ver. Es decir, sus “apocalípticos y sus integrados” o bibliófilos, sus censores y sus propulsores.
Desde los pirómanos fundamentalistas de la biblioteca de Alejandría hasta los nazis, el libro siempre ha sobrevivido a sus detractores. Su larga historia ha visto conocer las hogueras y los tribunales. Desde “Las flores del mal” y “Madame Bovary” hasta “Los versos satánicos”, autores y libros, han sido perseguidos o condenados por sus ideas y doctrinas.
“Donde hoy se queman libros, mañana se quemará a seres humanos”, dijo el poeta romántico alemán Heine, en 1821, frase premonitoria de lo que haría Hitler, durante el nazismo, en la Alemania, de 1933 a 1945.
Para los románticos del siglo XIX, la vida contemplativa o pastoril era más importante que la vida libresca. De ahí su culto a la naturaleza por encima de la sabiduría de los libros, y el elogio a la vida del sueño antes que a la vida diurna.