El estreno de la película Argentina, 1985, sobre el histórico juicio a las juntas militares de la última dictadura argentina por las graves violaciones a los derechos humanos, impulsado por los fiscales Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo, ha causado en Argentina una gran discusión en torno a quiénes deberían ser considerados los verdaderos protagonistas de dicho juicio.
La discusión ha dejado claro el papel crucial desempeñado por los juristas y filósofos Carlos Nino, Jaime Malamud Goti y Martín Farrell en el diseño de un proceso judicial que debía ser encuadrado en las normas vigentes del Estado de derecho, dirigido por el mismo Poder Judicial proveniente de la dictadura, al margen de cualquier intento de judicializar la venganza, y desplegado con tal éxito y legitimidad que, todavía hoy, constituye un modelo a nivel mundial de lo que debe ser la llamada “justicia transicional”.
En el fondo, como certeramente indica Gustavo Noriega, el real protagonista de aquel juicio histórico lo fue el liberalismo, o sea, la idea de que los seres humanos estamos dotados de derechos inalienables. Una idea que “no provenía del peronismo, por cierto, y mucho menos de la izquierda. Se trataba de un credo esencialmente anglosajón proveniente de varios siglos atrás, con ambiciones más modestas en apariencia, pero que cambió las relaciones entre el individuo y el Estado de una vez y para siempre”.
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Lo paradójico es que la protección penal de los derechos humanos se consolida en la segunda mitad del siglo pasado a partir del pecado autoritario original de los juicios de Nuremberg, que se basaron en una legislación “ex post facto”, aplicada por jueces de las potencias vencedoras, sin posibilidad de recurso, ni de defensa en fase de instrucción, ni tampoco posibilidad de acogerse al derecho a no declarar contra sí mismo, y que fundan un derecho internacional penal que, como observa Eugenio Raúl Zaffaroni, es “derecho penal del enemigo y no del ciudadano”.
Esto nos ha conducido a lo que Daniel Pastor denomina “la deriva neopunitivista de organismos y activistas como causa del desprestigio actual de los derechos humanos” y cuya mejor muestra la encontramos en el caso Penart v. Estonia, donde el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a pesar de que los actos cometidos por los acusados podían ser legales bajo el Derecho soviético en el tiempo de su comisión, condenó a estos por crímenes contra la humanidad que fueron definidos 4 décadas después de su comisión.
Esa idea de ninguna libertad para los enemigos de la libertad la vemos hoy reflejada en el derecho penal del enemigo de los Estados, que no es tan nuevo que digamos, si partimos de que, como bien demuestra Zaffaroni, la exclusión de los enemigos es tan vieja en el derecho penal como la disciplina misma. Ese es precisamente el oscuro y obsceno secreto del realmente existente derecho penal.
Reina hoy el neopunitivismo, el derecho penal máximo, el autoritarismo cool, el populismo penal, el lawfare. La regla es que no puede haber crimen sin pena y la pena puede ser impuesta en juicios mediáticos paralelos. Impera, como afirma Andrés Rosler, el “vale todo humanitario”, con “un Código Penal oficial para los amigos y un Código Penal ‘en las sombras’ para los enemigos” de los derechos humanos.