San Lucas nos relata cómo Jesús les brindó su amistad a los pecadores: comió con ellos (15, 1-3. 11-32).
Esta acción escandalizaba a los fariseos. En su orgullo, confundían su idea de Dios, con el Dios Vivo y Verdadero.
Los fariseos habían olvidado que el Señor liberó gratuitamente a Israel del oprobio de Egipto, país de esclavitud (Josué 5, 9ª. 10 -12). Pablo también nos lo recuerda: la reconciliación nace de la iniciativa gratuita de Dios (2ª Corintios 5, 17-21).
Para desmontar la mala comprensión de Dios de los fariseos, la parábola que Lucas cuenta, la llamamos: “el hijo pródigo”; pero Jesús la llamó así: “un hombre tenía dos hijos”.
El menor de los hijos, pidió su herencia en vida del Padre, luego malgastó el dinero en vicios y pasó hambre. Entonces decidió volver a la casa del Padre donde el pan era seguro.
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Preparó su discursito: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a un jornalero”.
Pero el Padre, cuando ve a lo lejos al hijo pecador que regresa, conmovido, echa a correr, lo abraza, lo besa, arma un fiestón y le devuelve los signos de la filiación: el anillo, las sandalias, las ropas y un lugar en su mesa.
El hermano mayor, figura de los fariseos, repudió la bienvenida cariñosa del padre al hijo pecador. En su reclamación, el hermano mayor revela, que no es hijo, pues no tiene hermano. No es más que otro empleado.
Jesús se parece al padre, que sale a abrazar al pecador, y sale a pedirle al hermano mayor que entre en la fiesta. El único camino para llegar a ser hijos es tener al pecador de hermano. Es cuaresma: el Salmo 33 nos aconseja: “gusten y vean qué bueno es el Señor”.