Esteban Montejo, cimarrón de Cuba, o el reino de este mundo

Esteban Montejo, cimarrón de Cuba, o el reino de este mundo

Miguel Barnet en “Biografía de uncimarrón” presenta la vida de Esteban Montejo, a quien pudo entrevistar a la edad de 108 años. La memoria de este alzado cubano es el testimonio más directo que tenemos de la vida de un esclavo huido de la plantación. A través del relato de Montejo en primera persona, podemos saber cómo era la vida cotidiana de los hombres que durante siglos retaron un poder central que los convertía en animales. Esto dio origen a lo que llamó en “Saludos y despedida de la negritud” René Depestre, la cultura cimarrona. De su personaje y los rasgos que lo caracterizan, dice el etnólogo cubano: tenía “un firme sentimiento individualista que lo dirige a vivir aislado o más bien despegado de sus semejantes, pero que no ha sido obstáculo para su integración a hechos colectivos como la Guerra de Independencia” (9); “un criterio parcial, favorable a los hombres negros, en el enjuiciamiento de algunos hechos de la guerra… y un grado de honestidad y espíritu revolucionario admirables.” (10).
Mientras que Esteban Montejo hablaba de su origen de esta forma: “Mi padrino se llamaba Gin Congo, y mi madrina Susana, los vine a conocer por los años noventa [1890], cuando la guerra todavía no había cuajado… Como yo no conocía a mis padres, lo primero que hice fue preguntar acerca de ellos. Entonces me enteré de los nombres y de otros pormenores… Mi padre se llamaba Nazario y era lucumí de Oyó. Mi madre, Emilia Montejo. También me dijeron que ellos habían muerto” en Sagua La Grande (15).
Montejo habla de la vida en los barrancones, casas colectivas donde vivían los esclavos. Describe el ambiente: los billeteros y los guajiros que llegaban a vender tasajos y billetes. La presencia de dos formas productivas. La del central y la del proyecto campesino. Pues cerca de los barrancones estaban los conucos de los esclavos donde ellos producían sus alimentos y lo que les sirvió verdaderamente para vivir. Es interesante que este sistema, junto a la tienda que narra Marrero Aristy en “Over”, era igual en los barracones del siglo XX, donde vivían los braceros, generalmente negros y mulatos libres (una descripción de los barrancones aparece en “Los enemigos de la tierra”, de Francisco Requena (1936).
También los productos cultivados serán muy similares a los de los manieles de los cuales da cuenta Carlos Esteban Deive en “Culturas afrocaribeñas” (2015). Estos eran frutos de la tierra como eran el boniato [batata], calabaza [auyama], quimbombó [molondrón], maíz, gandul, frijol caballero [habas], lima, yuca y maní. (22). Sobre la alimentación dice Montejo: “Las viandas nunca les gustaba venderlas. Yo aprendí de los viejos a comer viandas, que era muy nutricia. En la esclavitud, lo principal era el cochinillo…” y usaban la manteca de cerdo. Interesante porque ese es un rasgo hispánico, por eso podemos hablar del lechón de Puerto Rico, que ya no es el cochinillo, sino la carne del cerdo adulto.
Sobre la alimentación, puede hablar de la suya o de las gentes de clase de arriba. De la de Remedios dice que desayuna temprano, entre seis y siete de la mañana, mientras que el desayuno de los pobres era más temprano. Los pobres desayunan café y boniato. Mientras que los de arriba almorzaban a las once o a las once y media con buena mesa, pan, mantequilla y vino. No tomaban agua (136). La cena que se servía a las ocho y media o a las nueve era la más fuerte del día. Se tomaba mucho café y en las calles se vendía una bebida muy popular llamada agualoja.
También se vendía frituras en las calles, en mesas de madera o en canastas que se ponían a la cabeza las marchantas. Estas eran de yuca, de malanga y también se servía buñuelos. En la calle también se vendía el ponche. (137). En el campo existía costumbres de la montería, como las que narra en “El montero” (1856) de Pedro F. Bonó: “Un campesino se ponía a vigilar los cochinos de otro campesino… los cochinos de cada cual se marcaban por las orejas con las letras de cada dueño. Si conseguía agarrar un cochino que no fuera de él, lo mataba y hacía una fiesta, a la que invitaba a los amigos” (139).
Sobre las festividades, la religiosidad y la comida dice Esteban Montejo que en estas siempre había mesones que servían empanadas, longanizas, tamales, sidra y cerveza. El vino de Rioja era muy popular. En la fiesta de San Juan, los hombres no iban a rezar, sino a beber y a buscar mujeres. Las calles se llenaban de vendedores de frituras de maíz, empanadas de dulces, de toronjas, de coco y de refrescos naturales(70-71). Los bailes populares eran el zapateo, la caringa, que era baile de blancos; la jota, que era para españoles, la tumbadera, parecida a la rumba, muy movida, era un baile de pareja y se bailaba en la calle y en las sociedades de ‘gente de color’ (72).
Montejo habla de los juegos como el mayombe, ligado a la religión. Se tocaba con tambores. “Los santos tenían que estar presentes y empezaban a tocar tambores y cantar… Los negros pedían por su salud y la de sus hermanos y para conseguir la armonía entre ellos” (24). Entre los bailes que recuerda, en los domingos encendidos “como si fuera el fin del mundo”, están la yuca, que se tocaba con tres tambores; la caja, la mula y el cachimbo, que era el más chico. Se tocaban los palos en dos troncos ahuecados de cedro. Le llamaban catá.
Sobre los horrores de los castigos dice que los rechazaba y les impulsan a escapar de la esclavitud. Habla del cepo de la casa de la caldera, los tablones agujereados, donde le obligaban a meter las manos y los pies. Y señala que a las mujeres embarazadas las castigaban igual. Con un procedimiento que Alejandro Tapia denuncia en Puerto Rico, las acostaban boca abajo en un hoyo (Tapia, “Mis memorias”, 1883). Dice Montejo que la vida “era dura y los cuerpos se gastaban” (37). Las jornadas de trabajo podía superar las veinte horas (Madden, 1964).
La vida de un cimarrón pasaba en el bosque en una constante defensa de los animales, los insectos y de las incursiones de los esclavistas que buscaban apresarlos. En esas cacerías humanas eran superiores los amos, los caballos, las armas y los perros adiestrados para cazar esclavos. De ahí que pienso surge el temor de los negros por los perros y el maltrato animal que caracteriza a las sociedades caribeñas.
Sobre un cimarrón y su relación con un can, escribió Alejo Carpentier el “El fugitivo” (publicado por primera vez en El Nacional de Caracas, 1946), cuento que nos ayuda a imaginar el mundo de los cimarrones. Un mundo natural, épico, de lucha constante por la vida, por el apareamiento, por la libertad. El mundo de seres traídos de África como esclavos que veían el mundo a través de sus religiones, sus supersticiones y que buscaron espacio para adorar a sus dioses y también a los de los amos. Imaginaba y veía el mundo lleno de figuraciones maravillosas. Eran hombres que, como dice Carpentier, no sabían para qué trabajan ni cuál era el color de su esperanza… y aunque quisieran retornar su espíritu a África… su reino era de este mundo.

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