La vigencia de la democracia y la renovación y perfeccionamiento de la vida política de un país están ligadas a la existencia y al dinamismo de los partidos políticos. Ninguna democracia moderna puede prescindir de la existencia y la actividad partidista. Sin embrago, hoy asistimos a una profunda pérdida de credibilidad de la opinión pública con relación a los partidos y a la clase política en general. La encuesta Gallup del periódico Hoy del 16 al 21 de septiembre, 2018 arrojó que el 72.8% de los adultos dominicanos expresan que los partidos políticos le generan desconfianza.
El aspecto más grave es que la vida política se ha ido alejando de los valores éticos. Un generalizado y mal entendido pragmatismo ha llevado a muchos políticos, y a no pocos partidos, a prescindir de toda normativa moral. La política tiene como finalidad primera y principal la búsqueda y la concreción del bien común. Es una dimensión muy importante de la actividad humana. Al ser la política una actividad humana debe expresar y compartir la dimensión ética. La política no puede ser humana si no está sometida a las normas trascendentales de la moralidad.
Cuando el ejercicio de la autoridad no tiene legitimidad ética, los gobernados tienen el derecho y el deber de la resistencia. El Concilio Vaticano II, en su número 124, sostiene que “cuando la autoridad pública, rebasando en su competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y la evangélica.
La realidad política debe tener una dimensión ética, pero esta ha sido considerada como el lugar de la mentira, del engaño y de la hipocresía. Son muchos los que piensan que la política es la instancia más contraria a una existencia transparente y moral. La política es autónoma y esa autonomía debe ser respetada también por la ética. No se puede ni se debe reducir la moral a la política, ni la política a la moral.
La política debe estar encuadrada dentro del universo de valores que rigen la vida humana. Si el poder político se justifica por la obtención de un bien para la colectividad, la realización de ese bien es lo que necesariamente integra la ética con la política. Al bien común deben tender, tanto la moral, como la política.
Hay que hacer hincapié, que no basta democratizar la sociedad, sino que también hay que democratizar la política y a los partidos. La renovación total y profunda de los partidos es una urgente exigencia del momento. A la crisis de credibilidad y confianza, basada sobre todo en factores internos a los mismos grupos políticos, se junta la entrada en la vida pública de nuevos actores que están vinculados a una demanda agresiva de mayor participación en las decisiones sociopolíticas, por ejemplo, el movimiento Marcha Verde y la política de género.
Hacer política democráticamente supone una opción fundamental de ponerse de acuerdo sobre reglas comunes que respeten a los distintos actores. Hay que superar los falsos paternalismos que se esconden detrás de muchos demócratas de relumbrón. Realmente, el mundo está avanzando hacia una nueva comprensión de la política y de sus expresiones. Sin embargo, algunos partidos actualmente vigentes, lo único que buscan a través de la política es la toma del poder. Esto ha influido para que la política se deteriore y se desacredite delante del pueblo, pues para muchos, la política partidista actualmente es mera politiquería.
¿Acaso, cuando se conquista el poder, se puede actuar en divorcio con la ética política? Sería un sacrilegio si esto acontece, puesto que se presume que quien manda, es porque lleva en el alma, una personalidad carismática, poseedora de tensas riendas morales, y con un sentimiento dispuesto a proyectarse en tal sentido, con inteligencia y Fe en el futuro.