Pocos fueron los que se sorprendieron con la forma en que murió Kiko La Quema, quien alcanzó notoriedad pública luego de que el presidente Luis Abinader le pidió públicamente que se entregue, por lo que su muerte en un intercambio de disparos con una patrulla policial era el desenlace esperado para una intensa carrera criminal que según la Policía, que lo tenía catalogado como “el delincuente más buscado”, incluyó robos, secuestro, microtráfico, homicidio, tráfico de armas, sicariato, extorsión, invasión de tierras y lavado de activos.
Ese extenso prontuario no impidió, sin embargo, que en Cambita Garabitos, la tierra que lo vio nacer, lo sepultaran como a un héroe y protector de la comunidad, que acudió masivamente al cementerio con muestras de gran pesar y lamentando que ahora quedarán a merced de los delincuentes, a los que supuestamente Kiko La Quema mantenía a raya impidiéndoles que cometieran fechorías en “su zona”.
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Ayer el psiquiatra José Miguel Gómez describió ese comportamiento como la “solidaridad del miedo”, como una muestra de la cultura del favor y la “gratitud invisible” de la comunidad hacia el que regala un televisor, aporta el dinero para un receta o resuelve cualquier necesidad perentoria con su mano generosa. Pero esa mano tan solícita es la del narcotraficante, del que dirige el mercado ilícito, del que hace el trato de blancas, del que tiene los burdeles, y del que prostituye, al que la comunidad, dice el psiquiatra, “va convirtiendo en un falso héroe o líder”.
Y como Kiko La Quema fue despedido por una multitud que lo lloró como se llora a alguien querido y respetado, tampoco debe extrañarnos que se convierta en un ejemplo a imitar, una tentación a la que están expuestos miles de jóvenes, y no solo en Cambita Garabitos, a los cuales un Estado que los excluye y margina los empuja a convertirse en delincuentes con un epitafio escrito de antemano por la Policía: “muerto en un intercambio de disparos”.