Estoy totalmente de acuerdo con el Decreto No. 1-24 que regula la publicidad oficial. Lamentablemente, la noción propagandística de los Gobiernos en los últimos 20 años transformó el legítimo derecho de proyectar las acciones oficiales en vulgar cooptación de la comunicación y/o comunicadores. Y no es que los medios no reciban publicidad gubernamental sino el afán de distorsionar el mensaje alrededor de las iniciativas públicas que, con inimaginables presupuestos, ambientan el club de genuflexos en capacidad de construir una imagen idílica del desempeño de los servidores.
En la medida en que los recursos asignados a la propaganda gubernamental se tornan indispensables para la sobrevivencia de los medios, el dilema inmediato en la mente de los dueños, ejecutivos y comunicadores produce una posposición del rol de informar con sentido crítico y hacer de la veracidad una herramienta útil en la mejoría de la gestión. Por eso, la trágica confusión entre opinión pública y publicada.
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No nos llamemos a engaños, en la medida que los montos destinados a la propaganda sirvan de fuente principal al negocio editorial, pocos correrán el riesgo de contradecir la mano que lo sustenta. De ahí, la histórica vileza de arrodillar las voces disidentes, y temor entendible, traducido en prensa cómplice frente al poder.
Véalo en las columnas de opinión, redes y programas de radio y televisión: los anuncios oficiales determinan la esencia y comportamiento ante la gestión gubernamental. Y aquí, de un tiempo para acá, la exhibición de opulencia de la casta de comunicadores cercanos al poder que gestionan cobros en instituciones y operan en múltiples actividades disímiles a su oficio original, pero tal condición sirve para abrir puertas porque los políticos y funcionarios necesitan la alfombra complaciente de la voz en la radio, el artículo lisonjero y el bots fraudulento.
Aplaudo toda decisión oficial tendente al devolverle al periodismo su sentido cuestionador. Hace años, pero las plumas excelsas de un Freddy Gatón, Juan José Ayuso, Orlando Martínez, Gregorio García Castro y otros, colocaron al periodismo en el punto más alto de la credibilidad. Ahora, salvo reconocidas excepciones, el desencuentro con la formación es la norma. El déficit y escasa profundidad en el análisis caracterizan una camada fascinada por la «importancia» de creerse figuras y desdeñan todo esfuerzo intelectual que los hace correa de transmisión de conocimientos adquiridos y trasladados al ejército de oyentes, lectores y fanáticos de las redes.
Una sociedad que impulsa cambios necesita modificar por la vía institucional, los modelos conductuales.