Gracias a la Iglesia Católica y al Camino Neocatecumenal he disfrutado la oportunidad de traspasar varias veces la pequeña y estrecha puerta de la Iglesia de la Natividad en Belén, capital de la Autoridad Palestina, y contemplar in situ la dimensión de aquel acontecimiento que transformó a la humanidad, simbolizado en la histórica cueva y el bíblico pesebre objetos de veneración, donde nació Jesús, el salvador del mundo.
No ha sido escogida al azar la fecha del 25 de diciembre como día del nacimiento del niño-Dios, pues se afianza en los apóstoles y fue fijada durante el Concilio de Nicea, año 325, de nuestra Era. Teológicamente, la tradición cristiana se origina en los apóstoles, aquellos 12 hombres galileos -Judas Iscariote incluido-, quienes con su predicación, martirologio, ejemplos de vida virtuosa e instituciones, transmitieron oralmente lo que habían aprendido de las palabras y obras de Jesucristo y de lo que el Espíritu Santo les había enseñado.
Sin embargo, esta milenaria costumbre secular se encuentra sometida a fuertes ataques y distorsiones, pues el intento por destruir la iglesia ha sido permanente. La descristianización, el ateísmo y el consumismo devorador, diseminados por los enemigos de la fe a través de las redes sociales y los “mass media”, amenazan la esencia misma del cristianismo, que encuentra complicidad interior en los desmanes y perversiones que afectan al clero católico desvaneciendo, en infructuoso esfuerzo, la imagen de Jesucristo.
Empero, esta transmisión apostólica se conserva viva con el mensaje de esperanza del Papa Francisco en el seno de la iglesia, crece con ella cuando en los fieles también aumenta la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas, cuando la proclaman los obispos sucesores de los apóstoles.
¡Feliz Navidad a todos los lectores de esta pequeña y estrecha columna! Celebrémosla siempre.