Te llamo: Fernando, Fernando Arturo, Fernandito, Santillana, Fernanduá. Te llamo quedamente, con voz trémula, tartamudeante acaso…
Elevo mis brazos para alcanzarte, para abrazarte con cariño fraternal; agradecerte la comprensión, la tolerancia, la solidaridad de tantos años, la conjunción de largo tiempo compartido.
Te llamo ahora… Siempre te llamaré. De cualquier manera. Aunque piense por momentos que no me escuchas. Siempre tendré voz para expresarte: Estás en mí y entre nosotros. Entre todos aquellos que quisiste y te quisimos. Conservaré voz, palabras, gestos, picardías para rememorar, para reverdecer cosas entrañables.
Pero tú, con la voz desparramada en el sendero de tu paz y eternidades, y yo, con pretensiones de alcanzarte, tú tan alto, tan lejano, y yo detrás con los afanes del reencuentro. Para reinventar el juego de pelota, con bolas de goma, quizás de trapo; acaso otras veces repetiremos con limones.
Tal vez te encontraré, muy temprano en la mañana, camino del Listín Diario, El Caribe, el Hoy o la emisora HIZ. Con tus escritos debajo del brazo, con los datos de “récords” y la lista de beibolistas importados, con sus nombres con la correcta ortografía y, en ocasiones, con la pronunciación al modo de decirse en la lengua original de cada pelotero que venía como refuerzo.
Todo eso como parte de tus realizaciones desprendidas del sano corazón con que vivías, los valores de tu oficio, por el aporte de tu prodigalidad y la estima de los colegas de la crónica.
También por lo que hacías en todos los afanes de la vida; donde pudiste aportar algún esfuerzo, algo de ti o de tu gracia, sin esperar más que la compresión de familiares, amigos y colegas. Todo lo cumpliste sin evasivas ni exclusiones, siempre atento.
Muy fiel en toda responsabilidad o compromiso.
Siempre fiel con la memoria de tus padres y parientes, amistades y allegados. Sin guardarte nada que precisara alguna necesidad o alguna urgencia.
Tu más fiel entrega: María Cristina Lugo Castillo, esposa. La profesora inagotable. La compañera de toda la vida. Mujer digna en todos los órdenes: en la vida matrimonial y en el dolorido lapso de casi dos décadas de la viudez que has padecido, con su nombre siempre a flor de labios y el amor inextinguible dentro del pecho.
Fuiste el hermano mayor. Yo te seguía, bien lo sabes. Vinieron otros tres herederos para el refuerzo.
Desde muy pequeños, tú y yo fuimos inseparables. Compartíamos deportes y diversiones, estudios y asignaciones.
La muerte temprano de Degelia Tirado Montás, nuestra madre inolvidable, nos colocó en distintos hogares de la familia. Sólo tú y yo permanecimos juntos. Éramos adolescentes y nuestro padre, Fernando González (Nando), sintió muy fuerte la separación, y estuvimos a su lado, en su trabajo, sin permitirnos que nos envolviéramos en su oficio. Cerca de él y de sus cuidados, sin afectar nuestras horas de estudios. Así mismo dio calor a todos sus descendientes.
Siento que no viviste en vano. Que viviste con la plenitud y con la dignidad de gente noble. Por tal razón me permito referirte que varias personas en el funeral y en el cementerio, al acercarse a mí me expresaron, con voz turbada, lo siguiente:
“La familia puede estar dolorida; es lógico. Pero Fernanduá-Santillana se marcha con 86 años de edad sin haberle hecho un daño a nadie”.
Gracias, por siempre, Fernando Arturo, Fernandito del adiós y la esperanza. Paz a tus restos.