La figura apologética de Fidel Castro se difumina en la historia cuando se constata que su liderazgo revolucionario desembocó en la implantación de un régimen totalitario, negador de la libertad y los derechos humanos, que convierte a Cuba, la tierra de José Martí, en la versión latinoamericana de Corea del Norte, del déspota Kim Jung Un.
Entre los gobiernos autoproclamados comunistas de Pyongyang y La Habana no hay diferencias políticas fundamentales. Los Castro –Fidel y Raúl- han originado más de 200,000 presos políticos, 30 mil desaparecidos, 15,000 muertes y más de dos millones de inmigrantes que huyeron del régimen cubano, según cifras dadas a conocer por Mario Rivadulla, una personalidad respetable del exilio cubano residente en Santo Domingo. Y conste, no se ha pronunciado sobre los fusilamientos sumarios ejecutados únicamente por razones políticas. De Norcorea sabemos sus desmanes y sus pretensiones belicistas nucleares.
La ausencia de iletrados, los avances en la medicina y los deportes -proclamados por amanuenses y sicofantes del castrismo- en nada justifican el absolutismo, la ausencia de libertad y las violaciones a los derechos individuales.
Un sistema de partido único, sin elecciones libres; donde la libertad de expresión y difusión del pensamiento resulta inexistente, con dos “periódicos” –Granma y Juventud Rebelde- una planta televisora Radio Habana, sin medios de comunicación, sin actividad económica privada, sin libertad de transito y un pueblo asediado por los comités de vigilancia. ¿Acaso no fue por esas privaciones que Fidel derrocó al dictador Fulgencio Batista? El legado de Castro al pueblo cubano ha sido la dictadura batistiana corregida y aumentada.
Nada cambiará tras la muerte de Fidel, a menos que el pueblo se levante.