Fiesta imborrable en el alma de los católicos

Fiesta imborrable en el alma de los católicos

Fabio R. Herrera-Miniño

Hoy celebra la Iglesia católica su festividad más significativa después de la fiesta de la Resurrección al final de cada Semana Santa y del largo período de la Cuaresma que concluye con la primera luna llena después del 21 de marzo o inicio de la Primavera.

La festividad de hoy tiene una especial significación de sus orígenes en 1263, cuando los esfuerzos de una religiosa lograron la atención del papado de entonces y en Lieja, Bélgica, se llevó a cabo la primera celebración de la festividad con la pompa que merecía. Tal era el objetivo de la Iglesia de entonces.

La fiesta se propagó por toda Europa y alcanzó proporciones multitudinarias cuya pasión se conservó hasta el siglo XX en que especiales eventos se llevaban a cabo en las ciudades latinoamericanas que celebraban la ocasión en que el entusiasmo de los feligreses los llevaba a decorar las calles con arcos hechos con palmas, flores y laureles. La hostia consagrada se colocaba en una hermosa custodia de plata y oro llevada por las calles de las ciudades con gran recogimiento y unción, venerando al paso de la hostia consagrada.

Esta era llevada bajo un palio blanco permitiendo la adoración de los fieles que se arrodillaban al paso del sacerdote portante de la custodia con la hostia consagrada.

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Los vecinos de las calles seleccionadas, de la ruta en cada ciudad involucrada, decoraban las calles y frentes de las casas con arreglos florales y de palmas donde cada quien ponía su ingenio y buenos deseos de presentar algo atractivo en tan importante ocasión.

Esta fiesta popular, cuya realización era algo normal en Europa pero en el caso de República Dominicana, con una Iglesia casi primitiva y censurada en la década del 50 del siglo XX, fue una buena decisión de los obispos de celebrar con unción la fiesta de Corpus de gran avance para la fe de los dominicanos.

Esa celebración, tan fastuosa para los recursos disponibles en el país, fue cuando la Iglesia decidió hacer una celebración masiva en los pueblos que atrajo el interés y fe de los creyentes que se agolpaban en las calles y se empeñaron en preparar decoraciones dignas de la ocasión.

En Santo Domingo la festividad alcanzó su mayor esplendor en la década del 50 del siglo pasado a raíz de la reciente firma del Concordato. Y en esos años los pueblos y barrios de la capital se lanzaron a competir para ver cuál sector era el de mayor arte para las decoraciones.

Era una novedad de la gente disfrutar esas decoraciones que hablaban muy bien de la fe renacida de los dominicanos.

La población era escasa pero en los pueblos cada comunidad preparaba los mejores arcos y decoración de los frentes de las casas para el paso de la procesión del Santísimo por las calles elegidas previamente.

Por la tradición en el 1263 en Lieja, Bélgica, un sacerdote oficiaba una misa y al partir la hostia en el momento de la consagración brotó sangre como la confirmación de la presencia divina en la hostia y desde entonces el esfuerzo de la religiosa Juliana de Comillon alcanzó su premio para instituir la fiesta que se convirtió en una festividad suprema de la Iglesia.

Esta todavía no atravesaba los cismas que le hicieron estremecerse en los años iniciales del Renacimiento en 1520.

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