Por Manuel Núñez
No muy lejos del vestíbulo yacía el cuerpo inerte del arquitecto Freddy Rojas. Casi a igual distancia de los peldaños que daban acceso a la sala de estar, entre los sillones Barcelona negros parcialmente ocultos por el espigado abogado ayudante del fiscal Luis Perpiñán y por el teniente de la Dicrim César Guzmán Herasme, que observaban el cadáver. De espaldas al recibidor el fotógrafo de la policía hacía tomas.
El editor de “Policiales” de Diario Libre, Emilio Vargas, se les acercó subrepticiamente. Se colocó a la derecha de Perpiñán. La intensidad del flash destacó su llegada.
Extendió la mano derecha al teniente y, con la otra, palmoteó varias veces el hombro del saco azul marino del fiscal. Comenzó a hacer preguntas relacionadas con el suceso. Perpiñán negaba con la cabeza y, cuando le habló, se limitó a decirle escuetamente que la víctima había cenado la víspera en casa del empresario Agustín Lora; le dijo también que se llamaba Freddy Rojas, arquitecto de profesión e hijo mayor del prestigioso ingeniero Alfredo Rojas. Guzmán Herasme fue cortante, grosero, a una pregunta rutinaria del periodista:
—¡Todavía no es tiempo para hipótesis! ¡Esperemos que el sol nos ilumine las ideas! Susurraban como si temieran despertar al difunto cuando se les acercó una mujer con los ojos anegados en lágrimas. Emilio la había seguido con la mirada desde que salió del pasillo que, según suponía, conducía a las habitaciones. La mujer se dirigió al policía. Su voz era apenas audible. Pensó, al ver cómo iba de un lugar a otro por la estancia, que era la esposa de la víctima, pero Perpiñán le susurró:
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—Mónica Reyes, la vecina del apartamento del frente donde esperan los padres del difunto. Se enteró por Charito López la amiga de la hermana del occiso que ocupa un apartamento de la planta baja y está con sus padres en donde Mónica. Charito fue a avisarle a los demás miembros de la familia. El cadáver lo descubrió la doméstica que está en la cocina.
El oficial les había dado la espalda para hablar con la recién llegada a quien dijo que había que esperar al legista para levantar el cadáver. Insistió en que mantuviese alejados a los familiares del arquitecto hasta que concluyera el examen del forense.
—No deben estar presentes en este momento. Es muy doloroso.
Mónica debía pasar de los cuarenta años. Aún conservaba ciertos atributos de belleza juvenil, la bata que le caía hasta la mitad de las piernas no lograba disimular sus armoniosas proporciones físicas. Las palabras del oficial fueron suficientes. No insistió.
Emilio la observaba para saber si estaba en condiciones de responder a sus preguntas. Tan pronto la vecina terminó la conversación con el teniente dijo que iría a su casa a hablar con los padres de Freddy y preparar café. Emilio apreció su iniciativa. Pospuso sus preguntas. Por experiencia sabía que en semejante momento no era apropiado preguntar ni acercarse a los deudos. Debía controlar el impulso profesional. Ser paciente.
Emilio Vargas dormía profundamente cuando la persistencia del teléfono le despertó.
“Debe ser muy temprano”, se dijo. Estaba oscuro. Atrapó el auricular del velador derecho. No distinguía la voz:
—¡Luis Perpiñán! ¡Luis Perpiñán! —repetía, del otro lado de la línea, la voz ligeramente ronca—:
¡Asesinaron a un arquitecto, en La Julia! Si quieres la primicia, ¡date prisa!, Milón.
Primicia terminó de despertarlo. Las 6:00 marcaba el radiodespertador.
Se tiró de la cama sin soltar el auricular, mientras Perpiñán le detallaba el suceso y le explicaba que la calle Roma era perpendicular a la avenida Bolívar, al oeste del colegio Santo Domingo. ¡En La Julia! No entendía por qué Perpiñán insistía tanto en la ubicación. Llamó al periódico. René, amigo y compinche, era el fotógrafo de servicio. Un artista de la imagen siempre dispuesto, alegre y alcohólico. Le dio cita en La Julia, calle Roma, 1, Edificio Rojas. En un santiamén estuvo listo. “Ese barrio”, pensó como si hiciera un descubrimiento: “¡es de clase alta!”.
La sección “Policiales” de Diario Libre, a cargo de Emilio Vargas desde la fundación del primer periódico gratuito del país, era la mejor de todos los diarios de la Capital. Había alcanzado notoriedad gracias a él e incluso, sin que los rumores estuvieran muy lejos de la verdad, se decía que su tirada estaba estrechamente ligada a sus artículos y reportajes, más bien relatos de lo cotidiano, cuya elegancia era digna de un escritor de ficción.
Si era cierto que tenía buenas relaciones con el procurador fiscal del Distrito Nacional y varios de sus ayudantes, en la policía “un error del pasado” —ciertos artículos, publicados en ¡Ahora! sobre las tropelías de “los incontrolables” y la “Banda colorá” en los años 70— le dificultaba la búsqueda de informaciones en la institución; sin tomar en cuenta el tono con que ciertos oficiales de la Dirección Central de Investigaciones Criminales (DICRIM) respondían a sus preguntas, obtenía los datos necesarios para sus reportajes.