Siendo unos niños a principios de la década de los años cincuenta, mi hermano Mario y yo fuimos a ver en el Teatro Rialto, la película “Frankenstein”, protagonizada por Boris Karloff. El horror que nos produjo aquella imagen del monstruo hizo que a mitad de la película saliéramos de la sala.
La película, de las primeras de ciencia ficción, –cuyo antecedente encontramos en el cine mudo– está basada en la novela gótica de Mary Shelley “Frankenstein o el moderno Prometeo”, desarrollada en el siglo XVIII, “Siglo de las Luces”, abordando temas como la creación y destrucción de la vida y la moral científica.
El doctor Frankenstein busca el secreto de la vida y crea un nuevo ser con partes de otros seres humanos; se convierte así en el moderno Prometeo, –Titán que roba el fuego de la vida a los dioses siendo capaz de crear–, pero el resultado de su creación es un “engendro”, una “criatura”, como es llamado en la novela, que al sentirse rechazado por su horripilante aspecto, se convierte en lo que luego se conocerá en el cine como el “monstruo de Frankenstein”.
Extrapolando tiempo y espacio, como un demiurgo sagaz, Claudio Rivera recoge el mito y construye su propia fábula, una metáfora alucinante del hoy, de nuestro país, y lo hace a consciencia a través de una dramaturgia elocuente, ágil, que cautiva irresistiblemente.
Rivera, fiel al postulado lorquiano de que “el teatro debe ser reflejo de su tiempo”, convierte la fábula en una crítica mordaz a nuestra realidad social, a aquellos que con su accionar político niegan el derecho a la felicidad de un pueblo.
Con alusiones directas a personajes y situaciones que muchos intentan olvidar, señala: “Los doctores que operan desde los quirófanos de nuestra economía experimentan con la vida sin autorización de los muertos que aún no descansan”.
La metáfora finalmente sería que el verdadero monstruo es la sociedad que todos creamos con la indiferencia. “Nos niegan el derecho a ser felices, nos acorralan”, en consecuencia, “la violencia, no es el medio, no es el fin, es simplemente la respuesta”.
Director de su propio texto, Claudio Rivera lo transpone y lo convierte en escritura escénica, formando un sistema orgánico completo, una estructura en la que cada elemento se integra al conjunto, pero esencialmente la verosimilitud de la puesta en escena dependerá del accionar individual de los actores: gestualidad, desplazamiento, ritmo y fraseo, en perfecta sintonía con la estética del director. Tres actores, tres protagonistas, finalmente dan vida a la fábula.
El monstruo Frankenstein es interpretado por Orestes Amador, actor versátil con múltiples recursos de actuación que le permiten crear, más allá de la forma. Posee, además, un excelente manejo de la expresión corporal, destreza física –técnicas del ‘clown’– con verdaderas acrobacias, y un trabajo interior profundo; el monstruo, víctima y victimario, no provoca terror, no obstante el desagradable aspecto logrado por un excelente maquillaje.
Claudio Rivera encarna al doctor Víctor Frankenstein, el creador, –vida, muerte– su accionar es toda una alegoría que se decanta en el movimiento continuo, en la expresión persuasiva y los matices de la voz, creando su propio código, y junto a Viena González, desbordante de histrionismo en su rol de Elizabeth –la novia del doctor y última víctima del monstruo– logran esa interacción dialéctica que les permite conectar con el espectador, haciéndolo partícipe, parte del ritual.
La escenografía apropiada, hermosamente macabra, creada por Miguel Ramírez y la magnífica banda sonora original de Josué Santana, en la que intervienen, además, Pavel Núñez y Víctor Contreras, son elementos esenciales de esta puesta en escena, en la que la creatividad no tiene límites hasta finalizar con un artificioso “teatro de títeres”, accionados por los personajes, testigos propios de su horrendo final.