Mientras en el Palacio Nacional reinaba gran confusión después del llamado de José Francisco Peña Gómez por la radio pidiendo al pueblo que se lanzara a las calles a defender la constitucionalidad enajenada con el Golpe de Estado a Juan Bosch, Franklin Domínguez Hernández se encontraba en la embajada norteamericana, donde decidió acudir el Presidente provisional Rafael Molina Ureña después que un funcionario de la misión fue a avisarle que William Tapley Bennet quería hablar con él.
Para Franklin, director de Información y Prensa de la Presidencia, posición que ocupaba desde el gobierno derrocado, fue la postura más ridícula que asumió el gobernante de paso, pues el interesado era Tapley Bennet y era quien debía trasladarse a la sede presidencial.
“Cuando llegamos desarmaron a todos los guardias y los sentaron junto a los civiles en dos filas y a Brinio Díaz y a Molina Ureña en un sofá. Brinio era el que hablaba, Molina nunca dijo nada, estaba pálido, nervioso, impactado porque se convirtió en Presidente de la República de forma inesperada. Le correspondía, pues presidía la Cámara de Diputados”, refiere Domínguez. Díaz era el asesor publicitario.
De cada mandatario con quien trabajó tiene sorprendentes historias, como las que cuenta del coronel Caamaño, de Juan Bosch, Héctor García Godoy, Antonio Guzmán o Leonel Fernández, pero las actuaciones de Molina Ureña le impresionaron al grado de repetirlas en cada visita a su casa, que es archivo y galería de recuerdos políticos, artísticos, sentimentales.
-Mi gobierno está muy disgustado con esto, repetía el embajador aludiendo al estallido del 24 de abril de 1965, caminando excitado de uno a otro extremo, dice.
El diplomático no quedó convencido con las explicaciones que le ofrecía Díaz de que aquello era un movimiento democrático, insistía en que era comunista, y a Franklin lo invadía el desconcierto por la conducta del jefe transitorio del país.
De ahí, cuenta, salieron para la residencia de Leopoldo Espaillat Nanita, “que respaldaba a Molina Ureña”, localizada en la avenida Bolívar. También los acompañaban el general Luis Homero Lajara Burgos y su hijo. Los demás militares se quedaron en la delegación. “Dejaron solo al Presidente”.
Penetraron a la habitación del anfitrión, “que estaba rodeada de cristales, y Lajara Burgos exclamó: “¡Esto se jodió! Ya para los americanos nosotros somos comunistas”. Despachó al vástago porque “la situación era peligrosa”. “Pero se comportó con mucha dignidad”, enfatiza Franklin.
Habla con frustración de Molina Ureña pese a que se conocían pues recorrían juntos el país escenificando obras junto a Monina Solá, Zulema Atala, Máximo Avilés Blonda. Eran actores del teatro de Bellas Artes. Franklin fue quien lo presentó al juramentarse como Presidente.
Le extrañó su comportamiento pues habiendo planeado refugiarse en la embajada de Colombia autorizó a dos oficiales que se presentaron donde Espaillat Nanita a que hablaran con Wessin sobre sus planes de bombardear el puente Duarte.
“Les dijo: ‘Sí, vayan’, pero saliendo ellos pidió a Brinio que fuera donde alguien y le dijera que le arreglaran su asilo. Ya él tenía eso conversado”, significa.
Los días que permaneció ocupando la primera magistratura “los pasó en el sótano del Palacio oyendo, recibiendo mensajes, no hacía más nada, estaba pálido, nervioso, desorientado”, declara Franklin.
“Fue tímido, le faltó firmeza. Había interés de conversar, dialogar, debió haber esperado respuesta de Wessin para ver a qué acuerdo se llegaba porque estoy seguro de que en aquel lado también había bastante desorientación”, asevera.
Reitera que no debió ir a la embajada. “Al ver la cara de sorpresa del embajador, reaccionó: ‘Me dijeron que ustedes tenían interés de hablar conmigo’ y el diplomático le respondió: ‘en todo caso era a mí a quien correspondía ir a visitarlo”. “Nuestra primera metida de pata fue abandonar el Palacio, de la casa de Espaillat Nanita debimos regresar, es más, no debimos ir a esa casa, ¿a buscar qué?, pregunta. Para mí fue realmente incomprensible que los militares se quedaran bebiendo Coca-Cola en la embajada”.
Expresa que las palabras de Tapley Bennet “nos derrumbaron, demostraban que Molina Ureña no tenía autoridad”.
Bombardeos. En el Palacio, recuerda Franklin, solo había agua fría. “Nos asomamos y vimos que la ciudad era una sola barricada. Me acosté pensando que pasarían a recogerme pero al otro día Caamaño asumió el control del gobierno a falta del Presidente”. Se reportó al líder constitucionalista. “Yo soy el decreto número 9 de Caamaño”, expresa. Fue nombrado Director General de Cultura. “Realizamos una labor muy valiosa en los comandos”.
En los días subsiguientes se encargó de proyectar por radio la revolución. “Solicité a Caamaño que la HIZ la denominara Radio Santo Domingo Televisión, porque la oficial estaba tomada por los golpistas”.
Dirigía la emisora, recibía el material y aprobaba lo que se transmitía. Ahí comenzó a ponerse de manifiesto mi espíritu conciliador: le daba cabida a todos. Apoyábamos las fuerzas nuestras, hacíamos llamados a los militares para que no pelearan contra el pueblo”.
Entre los programas que realizó recuerda La hora del obrero. “Foupsa y la CASC estaban enfrentadas, pero las dos se expresaban”, refiere. Relata que abría la estación con el editorial que escribían Juan José Ayuso o él y luego difundían “Episodios gloriosos de la lucha constitucionalista”, “El embajador que engañó a su presidente”, “El veneno de la mentira”, “Los que no caben en el avión”, “Los generales de San Isidro”, entre otros.
Eran dramatizaciones de hechos reales de la guerra y los personajes se mencionaban por sus nombres. Los narradores eran Martín Dania y Fernando Casado y actuaban Iván García (el embajador), Franklin, que hacía de Wessin, René del Risco y Miguel Alfonseca.
Domínguez fue hombre de confianza de Caamaño. Era la primera persona con quien se reunía, manifiesta. “Yo tenia tres paquetes sobre mi escritorio: Cultura, Orientación y documentos de la intervención de 1916 para atacar la ocupación de 1965”. Dormía y comía en su oficina del edificio Copello.
A pesar de sus esfuerzos enfrentó serias dificultades con reputados revolucionarios porque no querían acatar una orden que él recibió de Caamaño: “Que no se pasara nada por la emisora si no tenía mi firma”.
Trabajar en la zona, colaborar con Caamaño, dirigirse y recibir a la gente del pueblo fue una jornada hermosa para Franklin pese a la ciudad en armas, contrario a los inicios de la revuelta. “Yo estaba ahí cuando el bombardeo, dormía en la silla presidencial en el Salón de las Cariátides”, recuerda.
Relata la acción de un distinguido político que al advertirle del tiroteo respondió: “¡No importa que nos bombardeen, yo soy el símbolo de la Patria!” y Franklin le observó: “Sí, pero entre, no vaya a ser que nos maten el símbolo”.