Autor singular, figura ejemplar, escritor enigmático, narrador fascinante, prosista inspirador, Kafka fue un sabio, un pensador y un profeta del siglo XX.
En el mundo narrativo de Kafka los espacios descriptivos se multiplican, se vuelven laberintos, una especie de caja china, de mediaciones ocultas con sucesiones paradojales: de parábolas que nunca concluyen, de círculos sin salidas, de escenarios circulares, de tramas oscuras, intrincadas y laberínticas.
Hay en ese raro cosmos narrativo una idea del infinito, en el que sus personajes no tienen salida. De ahí que se angustien o vivan angustiados, pues habitan en un laberinto, en recintos lúgubres y sórdidos, en situaciones sin horizontes posibles, en una atmósfera angustiante que afecta y contamina al lector. Sus parábolas representan paráfrasis interpretativas, de un espacio sagrado, como sucede en el orden bíblico y divino: son esas palabras llenas de sabidurías teológicas y proféticas, de la escritura sagrada de los profetas inspirados por el espíritu de santidad cristiana. Por eso sus novelas no terminan, ya que son especie de laberintos inacabados, y donde nunca hay nada preciso o concreto, sino gelatinoso, inasible, es decir, hay lo que Marthe Robert , en su libro Kafka o la soledad, llama: un “sí, pero…”.
Siempre la condena se anticipa a la ley, que es, a menudo, oblicua e impredecible. Su miedo al padre es sintomático, donde el padre representa la ley en el orden familiar, a saber, la autoridad, aunado al miedo al matrimonio (o a casarse), a la vida adulta –como un signo de huida a la responsabilidad que implica crear una nueva familia–, al compromiso social, a la ética de la lealtad, a los vértigos de la relación conyugal y a los sacramentos del matrimonio de la ley cristiana; asimismo, el miedo a publicar sus textos o a ser publicado post mortem y el miedo patológico a la ley. Se aprecia siempre un eco del tema que se desprende de la relación vida-arte, o sea, a la idea de que dar algo al arte es quitárselo a la vida. Por eso optó por la escritura como un sucedáneo –o una sustitución– de la vida, es decir: practicó la literatura como remedo compensatorio de la vida ordinaria.
El “temor” y el “temblor”, que vienen de Kierkegaard, son las categorías morales, psicológicas y teológicas que marcan la personalidad y la vida de Kafka. En la mística judía, dios es la nada, la consumación de una revelación frente al absurdo del mundo, que, en el autor de La metamorfosis, se lee como una forma de ateísmo, pese a que Kafka es visto como un profeta del judaísmo, no del sionismo cultural. En tal virtud, para algunos de sus estudiosos, Kafka era ateo o un judío no practicante, aunque, para su retiro, en 1917, buscando la cura de su enfermedad, en la casa de campo de su hermana, Ottla, en Zurau (hoy Sirem), donde escribió sus célebres aforismos, experimenta una transformación religiosa de tipo judaico o hasídico. Durante esa estancia de sanación, leyó cuentos hasídicos, el Antiguo Testamento, páginas de Kierkegaard, Schopenhauer, Maimónides, los diarios de Tolstoi y dos libros de Martin Buber, al decir de Jordi Llovet. De esta experiencia de lecturas, le escribió a Max Brod: “Las historias hasídicas del Judische Echo no son quizás las mejores, pero, sin que sepa explicarme el por qué, estas historias son las únicas cosas judías en las que me reencuentro de inmediato y con las que me siento enseguida en mi casa, con independencia de mi estado espiritual”.
Acaso su pesimismo o crisis de fe tenga su explicación en que la sabiduría del pensamiento filosófico y literario de Kafka provienen del nihilismo de Nietzsche y del existencialismo de Kierkergaard. O quizás el judaísmo de Kafka sea un judaísmo desarraigado: una “herencia vacía” de la mística judía. Más bien, Kafka proviene de la doctrina rabínica, con sus ceremonias, rituales, dones, parábolas y lecciones morales. De ahí que sus cuentos y relatos, por su brevedad, sabiduría y concisión, parecen provenir de la tradición del cuento jasídico, de los narradores pietistas que enseñaban sus doctrinas en base a una literatura de raíz pedagógica, de influencia o sustrato cabalístico o metafísico (como los Cuentos jasídicos o la novela autobiográfica La noche, ambos de Elie Wiesel, sobreviviente del holocausto, judío y Premio Nobel de la Paz).
En otro orden de ideas, podría decirse que Kafka fue un escritor expresionista, en lo atinente a la influencia del cine mudo alemán en blanco y negro, lo cual se aprecia en los claroscuros, el horror y lo sombrío de la estética del expresionismo, que caracterizó su prosa narrativa. De ahí que se observe –como en otros autores expresionistas–, la alienación urbana, la desesperación y la impotencia ante los poderes invisibles, que determinan el destino del hombre. Podría decirse que, en las tramas de sus narraciones, hay una atmósfera abstracta y subjetiva, creada con procedimientos elípticos que deforman la realidad concreta. En el mundo creado por todo autor expresionista, predomina la realidad interior o psicológica sobre la realidad exterior: sobresalen el personaje narrador, el punto de vista del protagonista, el análisis psicológico, la identidad del personaje frente a la alienación del mundo, así como el personaje psicótico, violento o irracional, y estos rasgos los observamos en el autor checo. Kafka fue así un autor realista –o neorrealista–, de matiz expresionista y psicológico, un precursor del surrealismo (André Breton lo incluyó en la Antología del humor negro), que se distanció de los novelistas decimonónicos, al escribir no catedrales novelescas –como Víctor Hugo, Melville, Tolstoi, Dostoievski, Dumas, Stendhal o Dickens–, sino novelas breves, microrrelatos y relatos.
Kafka es un escritor intrigante: sus obras están llenas de intrigas y desafíos para el lector. Por otro lado, su recepción supone una coartada para las apuestas ideológicas: para los comunistas, Kafka hace la crítica al nazismo, al imperialismo y al fascismo; para los judíos, hace la crítica al cristianismo, al que llamaríamos el Kafka teológico; para los lectores laicos y filosóficos, prefiguró los totalitarismos de izquierdas y de derechas. Con su humor absurdo, de raigambre hebraico, hace la comedia judía que corroe los poderes burocráticos –como el humor de los hermanos Marx. En suma, Kafka se presta para leerse desde un psicologismo y desde un sociologismo. Así lo perciben sus exégetas y los teóricos literarios.
Kafka hizo de la carta un género literario, o más bien, transformó la escritura de correspondencias, en materia de estudio científico para psicólogos y psicoanalistas y demás profesionales de la conducta humana: por la profundidad y originalidad de su sentimiento y por la honestidad de su pensamiento.
Autor singular, figura ejemplar, escritor enigmático, narrador fascinante, prosista inspirador, Kafka fue un sabio, un pensador y un profeta del siglo XX: un maestro con discípulos celebrantes, venerado y admirado, hasta lo que va de siglo XXI.
Con la conmemoración de su centenario, celebramos la obra de un escritor que marcó un hito en la narrativa del siglo XX: creó una nueva sensibilidad, exploró otras vertientes de la imaginación verbal y dio un giro al arte de la novela. Y de ahí la significación y trascendencia de su obra literaria y el merecido homenaje de sus lectores y propulsores, un siglo después de su prematura muerte, a los 41 años, víctima de la tuberculosis.