La “brisita” y la grandilocuencia, la campaña electoral y la pelota, permiten morigerar pesares de la cotidianidad. De luces y sombras está compuesta la existencia, negar las segundas y obligar las primeras es arriesgado. El colectivo está cautivo, actúa motivado por consignas, la intelección está secuestrada por mensajes fugaces, emocionales, convertidos en tendencia. Poco a poco pierde no solo la capacidad de asombro, sino de reflexionar, separar la paja del trigo y reaccionar. Tan grave es el asunto que el pasado viernes, en el Distrito Nacional, cuando un vehículo chocó con una de las casetas ubicadas encima del boulevard de la avenida 27 de febrero y los escombros cayeron dentro del túnel, los bots difundían el hecho como otro de los desaciertos del pasado tenebroso. La autoridad actuó con presteza para explicar el origen del evento, parece que antes de comenzar la divulgación de la falsedad, no consultaron con los encargados del ministerio de Obras Públicas. Atrás quedó la identificación del conductor, perteneciente a una de las nuevas categorías de impunes. Esos que aprietan el acelerador de velocidad como señal de poder, convencidos de que su acción no tendrá consecuencia.
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Diciembre es tiempo para pausas, sin embargo, una nochebuena y una navidad no resuelven, quizás agravan, problemas existentes. Es aquello de la Fiesta de Serrat, cuando acaba la algarabía vuelve el pobre a su pobreza y el señor cura a su misa. Mientras aplaudimos inauguraciones, aciertos presidenciales y los áulicos se encargan de subrayar las virtudes excepcionales del jefe de gobierno, se cuelan conquistas de la frivolidad aliada al Cambio. Imposiciones que no están en agenda, pero podrían convertirse en tema de campaña para ganar prosélitos cuya preocupación está lejos del subsidio. Subrepticiamente, en los centros urbanos del país, en nombre de un derecho inexistente, los petofílicos imponen la coexistencia con sus mascotas. Ya no es en los espacios abiertos que disfrutamos la vista de hermosos ejemplares, la obligación abarca espacios cerrados. Así como los viralatas sopetean restos de entresijos y morcillas en las frituras de esquina, ahora en la mesa con tres cubiertos es chic compartir al lado de enormes canes acezantes, deseosos de un pedazo de pescado. Ocurre igual en plazas cerradas, climatizadas, ancianos y personas con alguna discapacidad motora, deben ceder su lugar en pasillos, tiendas, ascensores a los altivos exhibidores de sus perros. El temor a recibir los embates de los “pet lovers”, omite la advertencia sanitaria, el riesgo de una mordida, la posibilidad de una alergia con fatales consecuencias, propias de ese compartir abusivo.
El amor por las mascotas no es equivalente a la calidad de las personas que lo profesan. El asesino de León Trotsky amaba sus perros. Jamás hubiera usado contra ellos el piolet que hundió en la cabeza de su víctima. Hitler adoraba sus perros, como Atila y Alejandro Magno a sus caballos. Las paradojas criollas son encantadoras e indignantes. Antes de conseguir la vigencia de los derechos fundamentales parece conminatorio compartir con las mascotas. Asoma la defensa de la coacción, hasta que el Tribunal Constitucional decida.