Para un intelectual y un filósofo, leer los Ensayos de Michel de Montaigne es un imperativo ético y existencial.
Si hacemos filosofía, no como profesión para “matar el tiempo”, sino para aprender a vivir, entonces, Montaigne, el padre del ensayo literario, también fue un filósofo de un pensamiento vivo, pues nos enseñó a filosofar para vivir. O para prepararnos para morir, coincidiendo con Cicerón, una de sus influencias. Es decir, el francés defendió la vida como aprendizaje, y la filosofía, en tanto vía para acceder a la verdad y como experiencia de vida. “La filosofía es la que nos enseña a vivir”, sentenció. Por lo tanto, Montaigne fue un filósofo, como bien nos demuestra André Comte Sponville, aunque aquél dijera en su ensayo “De la vanidad” (Libro III): “No soy filósofo: los males me abruman según su peso; y pesan tanto según la forma como según la materia, y a menudo más”. No importa que no se reconociera como filósofo, pero la profundidad de sus reflexiones y la vastedad de su pensamiento lo revelan y definen como tal. De ahí su humildad, o el respeto que le tenía a la condición del filósofo; acaso por esa razón se consideraba un no-filósofo, actitud que asumió como distancia práctica, ética, de respeto a la sabiduría. Quizás porque no se sentía vivir como un filósofo. O como un sabio, a la manera de Sócrates, Epicuro, Zenón, Platón o Tales. Diríamos que no se sentía filósofo porque era un escéptico: creía que, siendo un filósofo escéptico, podría pensar mejor.
En síntesis, Montaigne fue un ensayista-filósofo, un pensador de la intimidad y de la utilidad, un consejero del alma. Dice Comte Sponville: “Montaigne acepta no ser un sabio, y es la única sabiduría probablemente que no miente, la única, en cualquier caso, que nosotros podemos vislumbrar sin mentir ni soñar”. Leer los ensayos de Montaigne nos revela a un sabio, acaso no a un filósofo sistemático, sino a un escritor, que funda el ensayo personal, como vehículo para circular las ideas y argumentar sobre los grandes temas humanos. Concibió la filosofía como una forma de estar en el mundo, es decir, como una ética de vida. Desconfió de la filosofía como profesión de fe del pensamiento. No escribió sobre libros o autores, pues buscó la sabiduría en la contemplación; también en las obras de sus maestros de la clasicidad grecolatina. De modo que fue un filósofo de los grandes asuntos humanos, sobre los que ofreció sus puntos de vista. Así pues, escribió sobre la tristeza, la firmeza, la cobardía, la ociosidad, los mentirosos, el miedo, la pedantería, la amistad, los hijos, la moderación, la soledad, la edad, el dormir, la embriaguez, la ejercitación, la conciencia, los libros, la crueldad, la gloria, la presunción, la ira, la virtud, la holgazanería, la diversión, el arrepentimiento, etc.
Solo escribió sobre Demócrito, Heráclito, Julio César, Étienne de la Boetie (su amigo ido a destiempo, y fuente de inspiración de sus Ensayos), Virgilio, Séneca, Cicerón y Plutarco. Como se ve, escribió poco sobre personas, y más acerca de temas. Y menos sobre pensadores griegos que sobre romanos. Según Comte Sponville: “Para Montaigne, la filosofía es siempre filosofía aplicada: a la muerte, al amor, a la amistad, a la educación de los niños, a la soledad, a la experiencia…No hay filosofía pura: solo se puede filosofar a propósito de otra cosa, y esta es la filosofía verdadera, o bien filosofar a propósito de la filosofía, y esta es la filosofía de las escuelas o de los pedantes”. Acaso sea esta otra razón para que Montaigne no se asumiera como filósofo, pues concibió la filosofía como instrumento para pensar temas filosóficos. Es decir, como una aplicación práctica de la filosofía para abordar aspectos de la vida humana, del espíritu, del mundo y de la sociedad. Optó por Sócrates, en vez de Platón y Aristóteles; prefirió a los latinos, a Plutarco y Séneca. Platón le aburría y a Aristóteles lo hallaba oscuro; eligió buscar el conocimiento en sí mismo, antes que en filósofo alguno. “Me estudio a mí mismo antes que cualquier otro tema. Es mi metafísica, es mi física”, sentenció. “Soy yo mismo la materia de mi libro” –advirtió en su nota Al lector–, acaso como una poética de sus ensayos, y una manera de decir que sus argumentos son personales y autobiográficos.
Para este sabio, ciencias humanas y naturales no reñían con la filosofía –amén de que tenía claro el sentido etimológico de la filosofía (“amor a la sabiduría”). Creía, además, que la filosofía, entre las demás disciplinas, nos “enseña a vivir”. No redujo tampoco el concepto de filosofía a la metafísica, la teoría del conocimiento, la filosofía moral o política. “Filosofar es aprender a vivir, no a morir”, dijo. Abogó, como el hedonista Epicuro, por la alegría de vivir y la felicidad, en aras de disipar la tristeza. Y esto se alcanza, a través de la filosofía, pues solo ella nos enseña a prepararnos para la muerte, entendida esta como parte de la vida. Hay en Montaigne una especie de epicureísmo heterodoxo, que reside en la filosofía de vivir felizmente, hedónicamente.
Montaigne, como buen filósofo, compara la poesía con la filosofía, su madre nutricia. “La filosofía no es más que una poesía sofisticada”, dijo. De ahí que leyera a los poetas latinos -a quienes citaba- y que amara a la poesía. La filosofía no miente, ya que se fundamenta en la sinceridad y la verdad. Nació de la poesía, y duermen en habitaciones contiguas. Viven en una histórica querella, pero se atraen y se retroalimentan, recíprocamente. En ese sentido, Montaigne, aunque escéptico, creía en la verdad de la filosofía: la amó, por tanto, fue un filósofo moral, que buscó la verdad en el pensamiento. Predicó, ante todo, el amor a la verdad, y esto le confiere grandeza moral y pedagógica a sus Ensayos. Fue un relativista, y ese relativismo ético le impidió caer en los laberintos del escepticismo, el nihilismo o el dogmatismo. En tal virtud, fue un humanista clásico, cuyos ensayos merodearon, en cierto modo, en la psicología, la antropología y la historia, por lo que podría ser, a un tiempo, un pensador inclasificable: un psicólogo, un etnólogo, un historiador, un antropólogo o un filósofo
Montaigne, en su época, fue un combatiente de los dogmatismos y los fanatismos religiosos y políticos. De ahí su actualidad como intelectual crítico de la intolerancia –al igual que Voltaire. Defendió la filosofía moral como arma, tras la búsqueda de la felicidad, en el marco de la verdad. Sus ensayos son, así, lección de vida, sabiduría y autenticidad. Para un intelectual y un filósofo, leer los Ensayos de Michel de Montaigne es un imperativo ético y existencial. Concibió el filosofar como un fervor vital, y de ahí que sintamos un estado de placer al leer sus Ensayos, y, desde luego, una pasión de vivir, ya que Montaigne nos enseña no solo a vivir sino, desde luego, a pensar. Este sería el mayor elogio a la filosofía como estilo de vida y de pensamiento. Nietzsche lo dijo mejor sobre Montaigne: “¡Verdaderamente, que un hombre semejante haya escrito ha aumentado el placer de vivir en esta tierra!” Espero que los filósofos lean a Montaigne como a un filósofo, y que los escritores lo hagan, éticamente.