Se le ha definido como “el pintor que nació dos veces”, la primera en Vic-sur-Seille, un pequeño pueblo de Lorena (Francia), en 1593, y la segunda en París, en 1934, cuando fue redescubierto. Casi tres siglos de olvido, durante los cuales prácticamente desaparece, a pesar de la popularidad y la fortuna que le acompañaron durante su vida, ni una mención en los libros, ni el descubrimiento de un pago o una comisión, nada. Sin embargo, esto contribuyó a incrementar su fama de artista misterioso en el siglo XX.
Georges de La Tour era hijo de Jean de La Tour y Sybille Molian, panaderos (actividad que también desempeñaron otros familiares). La Tour adquirió el título nobiliario al casarse con Diana le Nerf. El mismo año de su matrimonio, en Luneville, tras la exención del pago de impuestos municipales concedida por Enrique I (el Bueno), duque de Lorena, La Tour abrió un taller que permaneció activo hasta 1651 y vio alternar a su servicio a cinco aprendices. No hay evidencia de que La Tour visitara Roma e Italia, por lo que la clara influencia de Caravaggio parece haber sido proporcionada por su conocimiento de la obra del holandés Hendrick Terbrugghen, un visitante frecuente de los círculos artísticos romanos de principio del siglo XVII, donde brillaba la estrella de Caravaggio. La vida de La Tour fue muy agitada, existen algunos documentos judiciales en su contra, se le sindicaba como un hombre violento y codicioso, siempre dispuesto a defender sus privilegios nobiliarios. En 1638, La Tour se trasladó con sus 10 hijos a París, residía en las Galerías del Louvre donde trabajó como” Pintor Ordinario del Rey”. En 1652, junto a su esposa y un sirviente, muere a los 59 años durante una epidemia. La actividad del taller la continuó su hijo Étienne, también “Pintor Ordinario del Rey”.
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Georges de La Tour, fue amado por los poderosos, el Cardenal Richelieu, el duque Enrique II de Lorena y otros, que compraban sus obras. La Tour es uno de los grandes intérpretes de la llamada “pintura de la realidad” es decir, de un gusto orientado a la representación de figuras aisladas de santos, escenas populares y nocturnos muy de moda en la época. Roberto Longhi, un apasionado estudioso italiano de Caravaggio decía que La Tour era un pintor sorprendente, comparando los dos artistas, separados por una generación de edad, Longhi decía que uno queda asombrado por el realismo aparentemente brutal, la atención, la excavación psicológica, la puesta en escena de la tragedia y la comedia y el interés por los movimientos del espíritu. Una mezcla explosiva de vida y arte, que los hace absolutamente actuales.
Una reflexión sobre el tema de la pintura a partir de la realidad natural y los experimentos con la luz, nos llevan al centro del mundo de La Tour, un escenario sagrado y profano en que se alternan santos y apóstoles, músicos y Magdalenas penitentes, jugadores de dados y mendigos, una humanidad variada, que nos empuja a la compasión compartida o al deseo de ponerse del lado de uno de los contendientes. Es un artista enigmático, que retrata ángeles tomados del pueblo, santos sin aureolas ni atributos iconográficos, y que prefiere temas tomados de la calle, como mendigos, retratando generalmente a personas de bajo rango antes que a modelos históricos o personajes de alto rango. Los pocos cuadros reconocidos como autógrafos son en su mayoría de pequeño o mediano formato, íntimos, sin fondo paisajístico, nocturnos y, sobre todo, en la última fase artística, casi monocromáticos de trazado geométrico, sencillos pero modernos para la época.
Entre los temas que el artista eligió representar a la “luz de las velas”, el más exitoso fue el de María Magdalena de la que realizó numerosas versiones. En pleno apogeo de la Contrarreforma, María Magdalena experimentó un éxito considerable en el campo artístico y literario, consolidándose como modelo de redención de los pecados a través de la penitencia y la oración. El culto a la santa estaba especialmente extendido en Francia, donde se creía que había vivido los últimos años de su vida evangelizando las costas meridionales.
Como la mayor parte de la producción de La Tour, no sabemos a quién estaban destinadas estas Magdalenas. Los estudiosos creen que es bastante plausible vincularlos a la congregación de Notre-Dame du Refuge, fundada en Nancy en 1624, que tenía como objetivo dar refugio a las niñas “perdidas”, ofreciéndoles la posibilidad de hacer votos religiosos.
Las Magdalenas de La Tour son figuras absortas y melancólicas que meditan sobre la brevedad de la vida, con la mirada embelesada por la llama parpadeante de las velas, las manos apoyadas en el cráneo y el largo y liso cabello oscuro cayendo suavemente sobre sus blancos hombros. Los escenarios se reducen al mínimo, espacios indefinidos, cerrados, sin ventanas y sin ningún referente arquitectónico. La pose de la santa es inmóvil y sus gestos enrarecidos. Los pocos objetos presentes adquieren una gravedad nunca vista: la vela, símbolo del consumo de tiempo, el espejo símbolo de la fragilidad y la ilusión, las joyas rotas depositadas en el suelo recuerdan su descanso de esa vida corrupta de la que busca redención. El cráneo, perfectamente redondo, acariciado suavemente por la santa, emblema de la fugacidad de la vida humana.
En este mundo oscuro y silencioso, cada mínimo gesto, cada objeto y cada mirada adquiere un poder evocador que va mucho más allá de la simple función narrativa y representativa.
En la obra “La Magdalena Penitente” (Magdalena al Espejo), de 1634, de la National Gallery de Washington, La Tour, presenta una joven de perfil vestida con sencillez. La habitación está vacía, en el suelo y sobre la mesa hay objectos como una calavera, un libro y un espejo en el que se refleja la calavera. ¿Es correcto hablar de imagen muda? ¿Cuáles son los pensamientos que agitan el alma de Magdalena? La luz de la vela corta los perfiles y llena la atmósfera del cuadro de un sentido sagrado, dando paso a un mundo construido por sustracción.
La “Magdalena en el espejo y las dos llamas”, de 1639 del Metropolitan Museum of Art de New York (MET), obra que constituye la versión más refinada y sofisticada de este tema tan querido por La Tour.
Sorprende la exactitud de los detalles: el bordado de rayas doradas de la túnica roja, así como las joyas esparcidas por el suelo y la mesa, sorprendente la decoración del espejo.
La Magdalena del MET constituye una de las obras más exitosas del artista en la que el refinamiento ejecutivo se esposa perfectamente con la síntesis y la simplificación formal.
Comparando con las otras versiones, en la del MET, La Tour sitúa la escena en un espacio más amplio e iluminado, que permite apreciar mejor la figura de la santa y los objetos que la rodean.
La santa viste una larga túnica roja con ribetes dorados y una camisa blanca clara abierta en el pecho. Sus manos entrelazadas descansan sobre el cráneo que sostiene sobre sus rodillas. A sus pies están las joyas rotas, vanidades del mundo terrenal, a las que ella renunció para emprender el camino del arrepentimiento y la oración. La renuncia a los bienes terrenales se ve acentuada por la presencia del espejo, símbolo de la “vanitas mundi», y por la llama de la vela. En la Magdalena Penitente del MET emerge con sugerentes evidencias la típica atmósfera nocturna del pintor La Tour. Sin embargo, a diferencia de los modelos de Caravaggio, la crudeza de las luces y el dramatismo de las sombras dan paso a una intimidad suave y tranquila, en cuyo interior se desarrolla la vida. Los personajes, aunque humildes, adquieren su monumentalidad serena y abstracta.
Magdalena está representada aquí frente al espejo con una calavera en su regazo y unas joyas a sus pies. Su rostro, apenas visible de perfil, está iluminado por una vela con una larga y parpadeante llama humeante.
Gracias a la extraordinaria invención de la luz reflejada en el espejo, el artista consigue difundir una luz cálida y recogida por todas partes, ayudando a delimitar claramente los volúmenes del cuerpo de Magdalena, así como los drapeados de la ropa y el peinado casi geométrico del largo cabello castaño.
La elección de representar la santa «de perfil perdido» carga la escena con una fuerza expresiva desconocida para las otras versiones. Del mismo modo, la llama de la vela doblada en el reflejo del espejo adquiere una carga simbólica ausente en las otras Magdalenas, subrayando aún más la gravedad de la elección de la santa sorprendida meditando sobre la brevedad de la vida que se consume tan rápidamente como esa pequeña llama.
El parpadeo de la larga llama representa la palpitación del alma inflamada por el amor divino.