Por JEANNETTE MILLER
Nunca olvido cuando a principio de los 70, Pituca Flores, quien era una luchadora contra la situación política imperante y amiga de los grupos culturales emergentes, llevó a Mateo Morrison a mi casa en la Dr. Delgado 89, y si no me equivoco, cuando llegaron yo daba vueltas frente a un viejo radio Telefunken tratando de seguir la melodía que sonaba. Aunque me dio un poco de vergüenza inmediatamente comenzamos a hablar de poesía y Mateo me decía que pertenecía al grupo La Antorcha, escritores que vivían al otro lado del río Ozama, mientras yo informaba que había comenzado con Arte y Liberación en el 62 y que al regresar de Europa, donde permanecí con impedimento de entrada cerca de cinco años (1965- 1970), los miembros de El Puño me habían recibido con los brazos abiertos, mientras le enseñaba un libro que Iván García me había dedicado: Para Jeannette Miller, el dedo que le faltaba a El Puño y le hablaba entusiasmada de las reuniones dominicales donde Marcio Veloz Maggiolo y Ramón Francisco.
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A partir de ese momento, él en una agrupación y yo en otra, coincidíamos y compartíamos esos años esenciales que fueron comunes, y que al fin y al cabo nos unificaban en temas y modos de expresión.
Pero lo que más me acercó a él fue el recuerdo de su padre, Egbert Morrison, a quien todos llamábamos Míster Morrison.
Él había sido mi profesor de inglés y si hay una imagen de dignidad, de rectitud, de educación y de honorabilidad que guardo de mi adolescencia caótica y dolorosa, es su figura alta siempre con saco y corbata; sus lentes que reflejaban unos ojillos que se movían a la par que explicaba la clase; y la atención de quienes estudiábamos con él, bebiéndonos sus palabras para después hacer entre nosotros concursos de pronunciación esperando ansiosos que llegara el día siguiente para que Míster Morrison diera el veredicto. Entonces él sonreía de manera pacífica y amable, y estoy segura de que estaba sintiendo la satisfacción del maestro cuando comprueba que lo que siembra está dando frutos.
En cierta forma Mateo fue para mí el heredero de su padre. Y ese afecto tomó su propia forma al ver la capacidad de trabajo y el crecimiento que fue alcanzando Mateo Morrison como poeta, teórico, activista cultural y hombre comprometido.
Mateo no descansaba. Entre sus logros destacan: cofundador del grupo La Antorcha (1967) y del Taller Literario César Vallejo (1979), de donde salieron importantes figuras de la literatura dominicana. Director del Suplemento Cultural Aquí (1977). Miembro del Consejo Presidencial de Cultura (1996-2000) Premio Nacional de Literatura (2010); Fundador y Director de Espacios Culturales (1997) y de la Semana Internacional de la Poesía (2012 ), entre muchas otras cosas.
No olvido que en un viaje que hice a Puerto Rico para participar en un congreso de literatura los nombres que más se mencionaban eran Pedro Mir y luego Mateo Morrison. También recuerdo que a inicio de los 70 publiqué un poema titulado “Mateo” que decía:
Mateo
como nombre,
una palabra cálida,
sobrepasa el sonido y solicita
una imagen precisa.
Mateo
como hombre,
son dientes infinitos,
caminar de atleta sin futuro,
solitaria mirada que abarca
más de mil universos.
Comprendo tu sorpresa,
pero era de esperarse
que algún día
sacara de mi sucia mochila
estos sonidos que te pertenecen.
Yo trataba de significar su lucha difícil y constante, y mi descreimiento de que se pudiera alcanzar algo en ese período oscuro.
Tiempo después, él respondió con estos versos.
Jeannette
Hoy han llegado pasos veloces a estas calles.
Jeannette despierta la ciudad
con su caminar de gran urbe.
La rapidez me impidió decirle
que le he construido un espacio de cariño
para que habite en él.
A lo largo de cincuenta años nos hemos seguido mutuamente y hemos coincidido de manera sorprendente. Ahora que le dedican la XXVI Feria Internacional del Libro Santo Domingo, 2024, experimento el doble regocijo de que, además del merecido reconocimiento a su persona y a su obra, la Feria incluirá en las ediciones de esta entrega su novela “Good Morning, Mr. Morrison”, un compromiso que teníamos desde hace mucho tiempo. Entonces sentí ese orgullo humilde que sólo aporta la dignidad. Mateo, su padre, su familia… aparecían ante mis ojos como un símbolo de sobrevivencia y de éxito en medio de una historia plagada de crisis y altibajos.
Ahora, al abrir el libro, un golpe de tiempo me recordó a mi profesor cuando ya terminaba la clase avanzando hacia la salida, y en medio de las brumas del anochecer voltearse sonriendo con paciencia ante nuestra exigencia de despedirnos en inglés, para decirnos: Good night, girls.