Por Jeannette Miller
Cuando conocí a Manuel Rueda, primero que su imagen me llegó su voz, fuerte, definida, precisando cosas desconocidas que me introdujeron a una pregunta sobre la que aún no tengo respuesta. Y necesito hablar de él, porque Manuel ha sido parte de mi calendario, memoria de mi sensibilización a las manifestaciones del arte desde finales de la década de 1940, cuando aún era niña, y declamaba en La Zapatera Prodigiosa de Lorca: Mariposa del aire / qué hermosa eres / mariposa del aire/ dorada y “leve” /. Nunca he comprendido por qué cambiaba verde por leve, pero él sí lo supo.
Más tarde, en los sesenta, yo había crecido al ritmo arrasante de las manifestaciones y de los cañones, y con un grupo de escritores que apenas rondaban los veinte años lo visitábamos en su segundo piso de la Pasteur para leerle nuestros poemas que eran manifiestos iracundos
Ya por esos años, Manuel Rueda era un nombre que solidificaba la poesía nacional, nuestro teatro, nuestro folklore… y aquel puñado de plumas calientes que éramos Miguel Alfonseca, René Del Risco, Jacques Viau. etc… nos acercábamos a su casa cada sobremesa de domingo a leer textos inéditos con el secreto terror de no alcanzar la aprobación del maestro, mientras él nos brindaba los consejos de su atinada paciencia y la buena intención de sus observaciones, y así nos abrió las puertas para poder caminar más allá del texto inmediato, de la letra testigo.
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Manuel Rueda siempre fue un lector ávido, curioso, múltiple… Humanista empedernido, devorador de conocimientos que no guardaba para sí, sino que ofrecía a los demás desde las aulas del Conservatorio, o de su pequeña sala-templo, y también desde esa tribuna cultural en que se convirtieron sus artículos semanales en Isla Abierta, dinamizadores de la cosa creativa de nuestro país.
De su madre heredó la vocación por la enseñanza y permaneció maestro a lo largo de su vida. Como autor: música, teatro, poesía, prosa, folklore … fueron géneros que trabajó con maestría estilística y profundidad incuestionable.
Porque si hay una característica que unifica la diversidad de su obra es el amor por lo dominicano, paisaje, tipos, costumbres, interpretaciones que han sido registradas por él en Con el tambor de las islas. Pluralemas, 1975; Papeles de Sara y otros relatos, 1985; De Tierra morena vengo, 1987; Bienvenida y la noche, 1995; Retablo de la pasión y muerte de Juana la Loca, 1996; Antología mayor de la literatura dominicana (Siglos XIX-XX;. Poesía, 2001; Luz no usada, 2005.
En 1974, Manuel Rueda, el pianista y poeta seguidor de los simbolistas, que venía del Chile de Huidobro, fundó el Pluralismo, un movimiento literario de vanguardia que mezclaba palabra, música y gráfica en el texto y expuso su manifiesto en una conferencia en la Biblioteca Nacional titulada “Clave para una poesía plural”. El Pluralismo removió la poesía que se había hecho hasta ese momento en nuestro país.
En su Retablo de la pasión y muerte de Juana la Loca, que obtuvo el Premio de Teatro Tirso de Molina 1997, en España, Manuel cruza el Atlántico y saca de la historia a ese personaje empecinado y apasionado que dio origen a que le apodaran La loca. Con un manejo de lo humano y lo epocal Rueda hace confluir en Juana, aspectos hispánicos y caribeños justificados por el momento en que le tocó vivir. El resultado es una obra genial y difícil, que cada vez más justifica el galardón que obtuvo.
Manuel Rueda siempre vivió su Monte Cristi universal, el del Morro y Bienvenida; el de las sequías y las lluvias torrenciales reflejadas en espejos victorianos; el del temor a los cojuelos con sus fuetes y su devastadora agresividad; pero también el del pan recién horneado con una leña producto de talas primitivas; el de las aguas de colonia que sólo se sienten estimuladas por el bochorno, el de las pieles nacaradas a la sombra de los vestidos de olán y los muslos mullidos de las tías; el del refugio familiar, descanso último que perseguimos todos de manera inconsciente.
Sí, Manuel Rueda creó movimientos, encabezó tendencias, recibió reconocimientos y galardones nacionales e internacionales, el último, ese Tirso de Molina con quien él ha conversado tantas veces desde su sillón en una esquina de penumbras y que ahora sonríe en complicidad con nuestro maestro criollo, con nuestro Manuel poeta, narrador, teatrista, compositor, folklorista, el del ritmo interior pautado por los tambores de la isla y por los pasajes de Schubert, el de los amores sincréticos donde tierra, hombre, luna, patria y verbo se unifican para producir una obra trascendente.
Su talento no necesita explicaciones, ha quedado en libros que lo contienen, innegables como nuestra realidad. Muchos de ellos rescatados por José Alcántara Almánzar, el excelente cuentista y ensayista que ha hecho lo imposible para que la obra de Manuel Rueda permanezca.
En un mundo mentira como el que hoy vivimos, donde la mediocridad actúa como garantía del triunfo, el eco de su voz ha iluminado mi camino y el de muchos otros, esos que todavía escribimos para no morir en medio de una realidad que cada día más aprieta el cerco.
Por eso, Manuel Rueda, te doy las gracias. Porque todavía tu nombre me introduce a esa nebulosa donde la realidad es ficción, despertando mi inquietud por la escritura; porque todavía tu voz me lleva de la mano por los oscuros pasillos de la incertidumbre, esa que tú has sabido manejar tan bien, logrando espacios de luz donde nuestra realidad y la tuya se confunden.