El recuerdo está en los jóvenes de entonces que hoy tienen más de 80 años. Ningún militar activo vivió aquello, sabe del horror por las narraciones. Horror para algunos, orgullo para otros. Difícil encontrar un testigo presencial de algunas de las tropelías de la tiranía, con lucidez y valentía suficientes para compartir sus memorias. Muchos callaron, otros escribieron y sus libros hablan. Las personas que tienen el privilegio de haber escuchado a los sobrevivientes o a su parentela, pueden intuir la dimensión del oprobio vigente durante tres décadas.
Las fechas patrióticas de junio permitieron la evocación y la conmemoración, con las restricciones que la pandemia exige. Tres trabajos publicados en este espacio: “Matones que Fascinan”, “Junio y su historia” y “Esas Expediciones”, motivaron comentarios de lectores, añosos y juiciosos. Entusiasman esas opiniones, no virtuales ni fugaces sino escritas, con firma y fecha, con señas de identidad y verificación. Entre la mezquindad y el desdén, cada vez es más frecuente ignorar lo escrito. Cuando el momento obliga y el texto tiene suficiente carga malsana, ofende o promueve una causa compartida por el goloso oportunismo, un “me gusta” premia y multiplica lectoría. En nuestro entorno de literatura naufraga, opinión frívola y coyuntural, la anotación sesuda es un premio, un aporte, es necesaria. En uno de los artículos citados menciono el trabajo del periodista Jason Horowitz preocupado por una de las consecuencias intangibles de la pandemia: la perdida de quienes podían contar la historia en primera persona como expresa en el reportaje, publicado en The New York Times, Rita Magnani partisana italiana: “…estamos perdiendo a las personas que nos pueden contar en primera persona lo que pasó. Cuando perdemos la memoria histórica, nos perdemos a nosotros mismos.”
Uno de los comentarios recibidos proviene de Héctor Bolívar Peña del Rosario, joven guardia marina en el año 1961. No estuvo presente en los fusilamientos de los expedicionarios que llegaron en junio del 1959, por Constanza, Maimón y Estero Hondo, descritos en “Matones que fascinan” -8.06.2020- pero sí estudiaba en la Academia Militar Batalla de las Carreras. Cuenta la identificación del profesorado con los atropellos, consideraban una proeza los fusilamientos. Exponían, en el aula, el procedimiento utilizado y llevaban a los cadetes al lugar de los hechos para explicar con detalles la masacre. Deber cumplido, ejecución de las acciones establecidas contra la rebelión, castigo a los sediciosos sin atisbo del debido proceso. Aplicación de leyes marciales y del mandato del derogado artículo 327 del código penal que no reputaba crimen ni delito el homicidio proveniente “de orden de la ley o por orden de autoridad legítima.” Soldados obedientes. Contra el enemigo, fuego. Así forjaron generaciones de matarifes. Deber cumplido, odio inoculado. De la reseña del antiguo cadete, nacido en el año 1937, sobrecoge la historia de una tía que perdió la razón cuando supo que su hijo era uno de los expedicionarios muerto antes de llegar a Estero Hondo. La mujer residía en Venezuela, regresó a buscar los despojos que jamás encontró. La enloquecida madre deambulaba por las playas del norte con la esperanza de encontrar en la arena algún indicio del hijo. Recordé conmovida una estampa de infancia que provocó un relato publicado en “Infidencias”-1986-. Recrea a una “loca del pueblo” que quizás por los mismos motivos que menciona Peña del Rosario, reclamaba al mar. Pedía a gritos la devolución del hijo desaparecido. Su desesperación era intimidante, estremecedora. Corría luego del grito y con el grito de oeste a este. Se mojaba los pies, las manos, el cuello, con las aguas usurpadoras de su cordura. Provocaba al Atlántico convencida de que su dolor, convertido en rabia, podía descubrir al muchacho entre las olas. Subía y bajaba por los acantilados, llenaba los bolsillos de su vestido raído con caracoles, maqueyes, erizos, para preguntarles después, creyendo que algo sabían. Hasta que un día, no pudo más y retó la inmensidad de espuma. Entró al mar, desafiando a quien le había arrebatado un pedazo del corazón.