Florinda Ruiz Carpia, de 68 años y más conocida como la “Hermana Flor”, es una de cinco finalistas en la versión mexicana de “Master Chef”,
México. La hermana Flor es puro carisma y sazón, dos ingredientes que le han servido para encandilar a los jueces y a la audiencia del programa televisivo MasterChef México, al que se presentó para sufragar las deudas de su austera hermandad.
“Decidí entrar en MasterChef junto con un padre, que me inscribió. Lo hice para ayudar a mi congregación en su misión y en otros (asuntos) pendientes” como el adeudo acumulado en la construcción de una escuela, explica a Efe la monja Florinda Ruiz, de 68 años, desde el Seminario Palafoxiano del estado de Puebla, donde dirige la cocina.
Acostumbrada a dividir el día entre plegarías y preparar un menú para 150 personas, Flor no había visto nunca el programa en el que compiten cocineros amateurs y que celebra su primera edición en México, ni ningún otro popular concurso culinario en televisión.
Pero no perdió la tranquilidad ante los focos, y logró que uno de los jueces le otorgara el pase al programa con un dulce de chayotes espinosos típico de la congregación y ahora se encuentra entre los cinco concursantes finalistas.
“No he sentido mucha presión de las cámaras, sino la presión del tiempo que nos dan para cocinar, el miedo de que no quede bien la comida, no presentar bien las cosas, o de no conocer los ingredientes”, afirma.
A Flor la han premiado por su sazón y sus salsas, y ella misma, entre risas, comenta que trabajar el chile es su especialidad.
Aunque los jueces también la han criticado en varias ocasiones, por ejemplo cuando explicó que una guarnición de tomate y aguacate era puro adorno y no se podía comer. “Los jueces se ponen duros, cómo no, por eso sufre uno.
Pero a mí Dios bien me dio un carácter para que las críticas no las tomara tan en serio. No es que no me dolieran, pero si tienen razón y no cociné bien, no tienen que dejarlo pasar”, reconoce.
Y es que en el concurso la monja se ha visto obligada a preparar platos con ingredientes como la langosta, muy alejados de la cocina propia de su “pobre” comunidad, como ella la define.