A menudo he dudado si relatar o no la extraña historia de mi libro “Historia de Santo Domingo”, que comenzó cerca de mediodía, casi al final de sus vacaciones escolares, cuando apareció ante las puertas de la imprenta de mi padre alrededor de una docena de jóvenes escolares de la Escuela Normal, que entonces se llamaba Presidente Trujillo.
Me estaban buscando insistentemente.
Su propósito era solicitarme que escribiera un libro de historia dominicana que les resultara más grata que el que usaban en ese momento en casi todos o todos los colegios y escuelas del país. Pedían algo al estilo de los artículos que yo publicaba entonces en el Listín.
De nada valió que les explicara que yo no soy historiador. Insistieron en que lo hiciera, señalando que como lo hiciera estaría bien. Estaban tan empecinados en su idea que me envolví en la redacción de su encargo, buscando datos entre los libros viejos de la biblioteca de mi padre y entrevistando a todo el que consideraba capacitado que estuviera a mi alcance.
Entonces me llegó un contrato con la Sinfónica de Dallas y el proyecto -que estaba a medio camino- pareció esfumarse, pero papá atinó a recogerlo y dárselo a un sobrino suyo no particularmente culto, que lo imprimió arreglándolo a su manera, según ideas y criterios personales, cambiando incluso lo que ya había yo trabajado. En Dallas recibí la sorpresa, en forma de un paquete: era la primera edición de mi “Historia de Santo Domingo”, que terminaba bruscamente y estaba llena de pifias. No obstante -y a pesar de todas las críticas, muy merecidas- tuvo buena acogida. ¡Por suerte la edición no pasó de doscientos libros!
Casi me muero de vergüenza.
Cuando regresé al país recibí muchas miradas indignadas de severos historiadores de carrera. Un descendiente de Buenaventura Báez llegó incluso a amenazarme con un recio bastón en alto, diciéndome “¡Atrevido!, metiéndose con mi antepasado!”.
Pero el libro estaba destinado al éxito.
Me di a la tarea de corregirlo y completarlo lo mejor que pude, cortando letras y segmentos de los negativos con un bisturí y sustituyéndolos por la información adecuada trabajando largas horas sobre el cristal de una mesa de luces en la imprenta. Hice una edición modesta (intentando reivindicarme) y entonces, sin mi intervención, fue declarado libro de texto por la Secretaría de Educación. Se llegaron a imprimir miles de ejemplares.
No obstante, los profesionales seguían indignados por mi atrevimiento.
Me decidí a solicitar la mejor ayuda profesional a ver si finalmente era digno de firmar un libro de historia. Visité un par de ellos ofreciendo pagarles una corrección a fondo y un gentil y muy reconocido investigador aceptó mi oferta, que fue económicamente ridícula.
Algún tiempo después, el distinguido profesor me informó que la revisión estaba terminada.
Gozoso, lo llevé a la Editora Colegial Quisqueyana, que ordenó una tirada enorme que se envió a imprimir en España en la editora Litográfica. Era el año 1978 y esa fue la séptima y última edición de mi “Historia de Santo Domingo”.
Tuvo tanta suerte, que cuando Fidel Castro pidió a Balaguer “un buen libro de historia dominicana”, el que le envió fue el mío, que le fue entregado personalmente por el entonces secretario de Estado de Educación, quien en varias ocasiones me lo ha referido al encontrarnos.
Cosas de la vida.