Al día siguiente embarcamos en un vuelo de Iberia, para, después de hacer escala en Santo Domingo, seguir viaje a Puerto Príncipe.
Mauro tenía tres años. Había nacido en Ecuador y se crió en Nicaragua. Juanito era un bebé de tres meses concebido en Nicaragua y recién nacido en Costa Rica
Aterrada, con un miedo de cierva acosada me abracé a mis hijos y subí al avión de Iberia detrás de un esposo que se desvanecía como el humo.
Siempre en el momento justo de la responsabilidad, en el mismo instante en que debía estar ahí para ser el hombre, el esposo o el padre, él tenía la rara habilidad de desaparecer.
Juanito lloraba sin parar, Mauro estaba aferrado de mi mano y yo simplemente quería cerrar los ojos y mágicamente subirme a una alfombra voladora, esa de Las mil y una noches y con mis dos nenes desaparecer.
En la parte central del avión, una delegación de baloncesto dominicana cantaba, reía y conversaba animadamente.
De pronto, tres jugadores altísimos, morenos, con los ojos chispeantes y una sonrisa de sol casi como si estuvieran danzando con la pelota en la cancha se deslizaron ágiles, felinos, seguros y nos rodearon.
Uno se llevó de la mano a Mauro. Se sentaron en una ventanilla contándole vaya uno a saber qué cosas, la cuestión es que Mauritania, dejó de estar adusto, se le encendió la sonrisa y quedó mirando y escuchando lo que le decía esa estatua de ébano.
Otro me sacó a Juanito de los brazos, lo paseó por los pasillos del avión, lo arrulló, le cantó y Juanito perdido en aquel abrazo de gigante, dejó de llorar, se quedó mirándolo y al ratito dormía profundamente.
El tercero, que era el director del equipo, se puso a conversar conmigo, me hizo servir un café, me distrajo. Me ronroneó como un gato viejo, sabio y seductor no sé qué merengue o que canción de cuna, la cuestión es que el dominicano en lo que duró el viaje me narró sin quererlo pero a conciencia cómo era la isla a la que llegaba y de paso me quitó el miedo de corza asediada.
Cuando íbamos a aterrizar, aquella delegación fabulosa se puso en pie, celebró la llegaba, me hicieron asomar a la ventanilla para que viera esa isla que es eso que dijo José Martí: las dos alas de un mismo pájaro.
Me dieron una lección de geografía, de solidaridad, de buen gusto para vivir la vida, de vitalidad y sobre todo de cortesía caribeña. De pronto, esa guardia esbelta, con una energía de centauros en estampida estalló en aplausos y cantaron a coro Quisqueya:
No hay tierra tan hermosa como la mía, /Bañada por los mares de blanca espuma
Parece una gaviota de blancas plumas /Dormida en las orillas, del ancho mar.
Quisqueya la tierra de mis amores, /De suave brisa, de lindas flores
Del fondo de los mares la perla querida /Quisqueya divina
En mis cantares linda Quisqueya, /Yo te comparo con una estrella,
La estrella solidaria que alumbra mi vida /me brinda su luz.
En mis cantares linda Quisqueya, /yo te comparo con una estrella,
la estrella solidaria que alumbra mi vida /Quisqueya divina
del fondo de los mares la perla querida /Quisqueya divina
la estrella solidaria que alumbra mi vida / me brinda su luz.
Desde hace veintiocho años y unos pocos días, cada vez que me asusto como una cierva acosada, cierro los ojos y espero que lleguen unos morenos, altos, esbeltos, cumbancheros, con los ojos y la sonrisa deslumbrante para que me abracen, me protejan, me acunen los muchachos y me señalen que ahí abajo está esa isla, que es mi lugar en el mundo y que como en la canción sefardí ahí me puedo proteger para cuando tenga frío.
Desde hace veintiocho años y unos pocos días, siempre y de una u otra manera encarnada en las mil caras del pueblo dominicano y haitiano alguien se me aparece, a mí y a mis hijos para darnos cariño, aliento o cobijo.
No siempre se me aparecen esbeltos y buenos mozos jugadores de baloncesto.
No. Tampoco se me aparece con la frecuencia que yo quisiera un viejo gato ronroneante y seductor. No. Es cierto.
Pero todos tienen sin distinción esa cualidad de decirte que cuando tengas frío ellos te abrigarán en su corazón aunque el ronroneo tenga matices diferentes. A veces llega Porfirio Herrera y arma una exposición en un ratito, otras llega don Juan Bosch y Pedro Mir y organizan la puesta en circulación de Fragata o de El barco de papel, otras llega Manuel Rueda, o don Francisco Comarazamy, o Mario Bonetti y Fidelio Despradel se inventan unas carpetas para que Tony y yo hagamos un libro en solidaridad con Nicaragua, otras llega Bienvenido Álvarez Vega, en 1989 y me lleva a El Siglo, o llega en 1996 y me lleva al HOY o llega Natacha y nos vamos al Teatro Nacional de Santo Domingo.
O llega don Cuchito (Q.E.P.D) y me inaugura las cuatro páginas de HOY en la Cultura, porque sí, porque era un caballero antillano, generoso y cordial. O inventa aquella memorable partida de baloncesto o mejor dicho aquella carga al machete. Sí señor. Don Mario Álvarez Dugan mandó a parar cuando me llegaron dos demandas acusada de plagio por 12 millones de pesos y organizó igualito que una carga al machete, como si fuera Máximo Gómez, una guerra de guerrillas con Pepín, Bienvenido, Pilar, Juan Carlos, Pascal Peña (Q.E.P.D) y doña Mary Marranzini y entre todos dejaron a la demandante partida y fuera de la cancha, igualito que un general español en las guerras mambisas.
O pueden llegar los Defilló Sanz, con Mariano, Eleonora, Jesús y Guillermo, levantándome el ánimo en un restaurante de Santo Domingo, con alegría, vino, mariscos y una escultura de regalo en aquel aciago 2005.
O pueden llegar Roberto, José Luis y Orlando para publicar digitalmente todas las historias de vida que se me ocurra escribir y narrar.
O puede llegar a la puerta de mi casa, de esto hace ahora cinco días, don Federico Henríquez Gratereaux, la tarde del 26 de diciembre del 2009 a traer de regalo en persona su último libro, por ese asunto de la solidaridad que la tiene en el tuétano el pueblo dominicano. Cualidad que les viene del sol que es generoso, abrigador.
O podés llegar vos la mañana del 30 de diciembre. Por eso te escribo Juan Bolívar, para decirte que no estoy triste.
Que lo mejor que me pudo haber pasado en la vida es que el esposo se esfumara, que llegara a Santo Domingo hace veintiocho años, y unos pocos días, con mis niños, en un vuelo arropada de dominicanos que jugaban baloncesto, que me marcaron la ruta del abrigo, que tal vez revivieron en mi sangre alguna nana sefardí, que nada por mis venas, que me acuna y me arrulla diciéndome que me guarda en su corazón para cuando tenga frío.
Santo Domingo, 30 de diciembre 2009.
Nota: Ayer 3 de diciembre de 2017 cumplí 70 años, aquí en Santo Domingo. Me di cuenta que la mitad de mi vida la he vivido en la isla y que mi verdadera familia han sido dominicanos, haitianos, cubanos, puertorriqueños. En 1977, logré salir de Buenos Aires por un contrato de trabajo del que fue mi esposo, a Colombia. Mi cumpleaños 30 lo celebramos en la isla de San Andrés, bañándome en el mar Caribe. En 1987, mi cumpleaños 40 lo celebré en La Habana, en la casa del historiador Salvador Morales y su esposa. Desde entonces todos mis 3 de diciembre son aquí en la isla y en el Caribe. Le doy gracias a la vida.
Santo Domingo, lunes 4 de diciembre de 2017.