Crecer en Ciudad Nueva nos hizo adictos a las dos grandes diversiones del sector: el juego de baloncesto y la lucha libre. Todos queríamos ser como Jack Veneno y exhibir las destrezas en el deporte del aro y el balón.
Y el escenario del parque Eugenio María de Hostos servía de espacio vital para una sana diversión que, finalizando los años 70, construyó un nuevo referente capaz de competir con el inigualable campeón de la “bolita del mundo”, y en el marco de esa dualidad, el equipo de San Lázaro nos sedujo con un jugador llegado de New York en capacidad de transformar el ritmo del juego porque avanzaba con la pelota, tenía sentido de conjunto en la cancha y la condición de pieza anotadora era compatible con la de excelente pasador. Ahí todos memorizamos su nombre, Hugo Cabrera.
Admirar la nueva estrella del basket exhibía una especial condición, ya que sus hermanos, Fabricio, Marcos (QEPD), Marcia y Asier, residían en la calle El Número y básicamente con el más pequeño de los Cabrera, me instalaba en cualquier lugar del barrio a jugar 21 o cancha entera.
La fiebre consistía en utilizar el número 6 o 12 en la camiseta y recrear una noción muy moderna del juego para la época, en el entendido, que el nuevo referente aportaba en lo local las técnicas que superarían a los Julio Mon Nadal, Pachón Quezada, Koki Tolentino y Pepe Rozón, jugadores altos con un esquema de juego limitado bajo el predicamento de que no podían actuar más allá de la zona cercana al aro.
Así se hizo grande el estilo de Hugo Cabrera porque llenó un vacío que, con el paso de los años, incluiría en el seleccionado nacional a los talentos desarrollados en los Estados Unidos, y punto de partida para competir con los grandes equipos que en toda el área del Caribe nos derrotaban en los torneos internacionales.
Aquí, las canchas de los sectores populares se convirtieron en laboratorios de los jóvenes y sus potenciales tiros de salto.
La idea era parecerse a Hugo Cabrera, y desde antes del inicio del torneo superior, desarrollar en cada esquina las discusiones alrededor del jugador de mayores condiciones.
Casi siempre, los nombres que surgían se concentraban en Eduardo Gómez, Vinicio Muñoz, Franchy Prats y las figuras emergentes como Iván Mieses, Winston Royal, que junto a Chicho Sibilio contribuyeron a obtener la medalla de oro en el año 1977.
Sin darnos cuenta, la transformación llegó al baloncesto dominicano y toda la etapa de transición de los estelares, Pepe Rozón, Manolo Prince, Alejandro Tejeda y Frank Krawinkel, y producían un grupo en condiciones de disminuir en el terreno los grandes dolores de cabeza provocados por los jugadores cubanos como el Jabao Herrera y los archirrivales boricuas que, con Raymond Dalmau, hicieron competitivo el deporte del aro y el balón.
Por eso, al colocarse el uniforme tricolor en el pecho, cesaban las agitaciones propias de la competencia local puesta en escena en un Virgilio Travieso Soto testigo de excepción de una disputa que expresó con poco disimulo el criterio de llevar las jornadas deportivas entre el sector de Jobo Bonito y Naco, al terreno de la “lucha de clases”.
Un retrato díscolo de la época que se correspondía con la dosis de agitación social y política, propia de los años en los que la actividad de los clubes anduvo de mano de la orientación partidaria, sirviendo de vehículo de activación ideológica a la juventud de los barrios.
Hugo Cabrera hizo de su juego un inteligente proceso, y con el paso del tiempo, compartía su grandeza de anotador con las habilidades de sus compañeros de equipo. Ya establecido y con niveles de respetabilidad, cuando los talentos emergentes lo desafiaban, era mejor penetrador, no enfatizaba en la anotación y la victoria del equipo estaba asociada a una mejor distribución ofensiva de todos.
De ahí, un cambio de estilo que cuando los fanáticos de Naco y Los Mina, viéndolo militar en ambos equipos, no necesariamente entendieron su nuevo rol en la cancha. El baloncesto había cambiado, pero aquí muchos no se dieron cuenta.
Aquellos años de gloria serán recordados por Hugo Cabrera y toda una generación que contribuyó al despegue internacional del baloncesto.
Ahora, que un terrible cáncer dispuso de él, su nombre siempre estará en el corazón de todos los que le conocimos y disfrutamos de su gracia y talento.
En el cielo se escuchará la bulla, como diría el tío Frank, y el juego estilizado y grandioso quedará por siempre entre nosotros.
Gracias por tanto, Hugo.