La pertenencia, relación e introducción de líderes evangélicos y religiosos dentro del Gobierno constituye un daño letal a la integridad, función, misión y papel profético de la iglesia a favor de la sociedad.
Es bien sabido que en lugar de ejercer una influencia de presión con la crítica, exhortación y orientación dentro del poder, estos representantes de la comunidad cristiana lo que hacen es someterse a los intereses de los manejadores de la cosa pública.
Y mientras más corrupto sea un gobierno, peor es la situación.
En una palabra, la iglesia lamentablemente está callando lo que debe combatir con su discurso de llamado a la ética, a la moral y los buenos principios.
Eso es muy dañino para la integridad de la obra y la defensa de los intereses del mismo pueblo.
Ya pocas cosas quedan al lado de los pobres y de los que virtualmente no tienen voz.
Históricamente ha sido siempre un peligro la unión estrecha entre el Estado y la religión.
Cada uno debe estar en su lugar.
En este intento antinatural de unión, siempre es la religión y el mismo pueblo los que más pierden.
La fuerza política tiene la capacidad de avasallar, de arropar y de llevarse todo por delante.
Y la forma en que se está practicando la política hoy día, acelera aún más el peligro.
Los que controlan el poder quieren retenerlo valiéndose de todas las artimañas posibles.
Por tal razón, nunca habrá escrúpulos para buscar la manera de mancillar o corromper a cualquiera que pueda contribuir con esto.
Las iglesias y el campo religioso han sido vistos como un recurso que debe capitalizarse en término electoral.
La mejor forma ha sido tratar con los cabezas ofreciéndoles facilidades, posiciones y recursos amañados.