En medio de terribles sufrimientos y dolores que solo cesaron con su muerte, erigió parroquias, atrajo fieles a la Iglesia, edificó escuelas, organizó largos peregrinajes e impulsó retiros espirituales que se hicieron famosos porque lograba, con su fervor y devoción, y con su propio ejemplo de aceptación, transformar almas atormentadas.
El padre Ignacio Ozmec fue un hijo de Eslovenia que vino a República Dominicana para auxiliar a moradores de sectores pobres, no solo en su fe cristiana sino en sus necesidades materiales. En el recuerdo de muchos solo ha quedado Cristo Rey, pero el salesiano fue también pionero en Villa Juana, María Auxiliadora, Manoguayabo…
Cristo Rey lo recibió desde que se llamaba “Corea” y por su iniciativa el ayuntamiento le cambió el nombre. Allí estuvo desde 1962 a 1966 y desde 1978 hasta su muerte, en 1992.
Sobre el padre Ignacio, cuya labor ha sido reconocida dando su nombre a una calle, conversan los sacerdotes Luis Rosario, Wilson Rosario, secretario inspectorial de la congregación salesiana en las Antillas y responsable del Archivo Provincial, y Jesús Hernández, director de la Biblioteca Antillense Salesiana.
De “El Roble”, como Ignacio se autodenominó, escribieron, además, los religiosos Jesús Pérez, Cristian Then y Ramón Santana, sus compañeros de la Orden. En el copioso expediente sobre Ozmec están plasmados testimonios de feligreses que conocieron la labor misionera, educativa, social y pastoral del constructor de escuelas, centros juveniles, oratorios, desde que llegó a la República en 1951 y la hizo su Patria “adoptando la ciudadanía dominicana”.
Luis Rosario lo admiró desde que era un estudiante en proceso de formación, luego fue su vicario en Cristo Rey y compartió con él en Villa Juana y María Auxiliadora. “Era batallador, bajo el punto de vista humano y pastoral, enérgico, alto, fuerte, corpulento. Conquistó a muchos para acercarlos a la Iglesia, peregrinaba desde Don Bosco hasta los ríos Isabela y Ozama con el padre Andrés Nemes, húngaro”.
“Tenía una intrepidez educativa y pastoral que contagiaba, movía la conciencia, era un gran emprendedor” agrega Rosario, a quien Ignacio acostumbró a despertar temprano. “¡Déjese de estar de ñoño!”, le decía “con carácter impulsivo, pero controlado para el bien. Era muy generoso”.
El padre Wilson, además de ser depositario de la historia escrita de Ignacio, se sorprendía al verlo tan valiente pues “sufría terriblemente”, pero “desempeñaba su apostolado como nadie. Pasó los últimos años de su vida en silla de ruedas” y esta invalidez, dice, no detuvo su accionar. “Asistió así hasta a unos Juegos Nacionales Salesianos”.
Manifiesta que “su limitación nunca fue impedimento para que se apagara el celo por las almas y sobre todo su trabajo con los más pobres. Él fue el artífice de estructurar la parroquia de Cristo Rey, pero más que el legado físico, integró a la comunidad a los grupos apostólicos”.
Jesús Hernández subraya cuanto dicen sus compañeros y exclama que “no se puede hablar de Cristo Rey sin hablar del padre Ignacio”.
Estuvo “siempre unido a la Iglesia y a la congregación salesiana con gran fe, sufriendo, siempre sacerdote, siempre en la Iglesia, siempre salesiano”.
Una cruz constante. Ignacio nació el 29 de enero de 1911 en Melinci, Eslovenia, hijo de Juan Ozmec y Bárbara Dull. A los 14 años ingresó al Aspirantado Salesiano en Italia. Había conocido a Don Bosco en un colegio salesiano de su país natal.
Terminó el noviciado en Cuba, donde llegó como misionero en 1932. Estudió teología en El Salvador y allí fue ordenado sacerdote el 21 de septiembre de 1940. Desde Cuba fue transferido a la República Dominicana.
Los padres Jesús Pérez, Cristian Then y Ramón Santana, autores de su biografía, describieron su entrega a Dios, sus labores educativas y pastorales y sus padecimientos.
“Sufría de deficiente irrigación sanguínea en las piernas, que le provocaba una fuerte erisipela y le afectaba también los huesos de la cadera y del fémur”. La primera operación se la practicaron en Nueva York en 1957. La erisipela, cuentan, le provocaba fuertes dolores de piernas que se agravaban por la lenta irrigación de las heridas.
Pero, añaden, “su voluntad férrea y su celo en el trabajo apostólico fueron siempre su mejor medicina para soportar esa cruz, que él llevaba siempre con ánimo alegre y optimismo”.
En 1985 debió volver a Estados Unidos para otra cirugía de huesos: reemplazo del fémur de la pierna derecha. “Fueron seis semanas en que pude apreciar su fibra humana, cristiana y sacerdotal, su aceptación confiada a la voluntad de Dios, su paciencia en los dolores, su agradecimiento a las personas que le servían, su voluntad de caminar después de la operación, su constancia en la repetición de los ejercicios con las muletas, con el andador, en las escaleras, su insistencia en celebrar todos los días la Santa Misa, su afán de regresar a Santo Domingo para reincorporarse al trabajo…”, anotó Then.
Señala que al regresar pronto dejó las muletas “por su voluntad de hierro”. Narra una tercera operación en 1988 que “superó pese al pesimismo de muchos, del cual nunca se contagió” y se levantaba con frecuencia de su silla de ruedas.
Sus últimos años, apunta, “fueron una cruz constante, tanto por la incapacidad de caminar como por el malestar de la piel. El la sobrellevó con entereza, sin quejarse”.
Soportó otra intervención quirúrgica para prevenir una inminente ceguera, que no tuvo éxito. Le dolía no poder oficiar la misa ni rezar el breviario.
Le sobrevino después una dificultad respiratoria que había ocultado y cuando se agudizó lo ingresaron a cuidados intensivos del Seguro Social. Superó la afección pulmonar, pero detectaron falta de circulación en la pierna, con peligro de gangrena, por lo que fue preciso amputarla.
Cansado de tantos días en cama, sobrellevaba con paciencia heroica los sufrimientos y aceptaba con gratitud los servicios que le ofrecían personas que se turnaban junto al lecho.
Y siempre que le preguntaban cómo estaba respondía: “¡Bien, como un roble!”.
Poco tiempo después de ser dado de alta, “sorpresivamente perdió el apetito, devolvía el poco alimento que se le suministraba, reaccionaba pasivamente y no reconocía… La noche del 1 de septiembre conversó animadamente con dos personas que le visitaron”, sin embargo, “al día siguiente amaneció en un estado de semiinconsciencia… La llamada del Señor le llegó tranquilamente, sin sobresaltos. La madrugada del 3 de septiembre hizo un intento de escupir y arrojó su vida en la luz de la eternidad”.