En lo más profundo de mi ser yo cargo el dolor, la angustia, la rabia y las penas de un pueblo burlado.
Mis pies cargan el polvo de las calles rotas, el lodo de las cañadas putrefactas y aún retumban en mis oídos los gritos y lamentos de los niños sin leche y los de ancianos abandonados.
Yo pasé frente a casas destartaladas de obreros donde perros lánguidos miraban el vacío amargo.
Bajo un techo de láminas infernales moría un viejo sin retiro, sin medicina y sin aliento.
Una esquina conservaba la sangre aún tibia de un hombre asesinado en la madrugada mientras viajaba al mercado.
Vestidos de lutos velaban hijos y esposa el pobre cadáver junto a la multitud ensimismada.
Una mujer, con rostro en almizcle, corregía con maldiciones al recién nacido.
Estaba agotada por las tantas noches de burdeles hediondos a cigarros y alcohol barato.
Su ropa era ajada y empapada de sudor pagado.
Un bullicio escandaloso y desorganizado emergió del apretado e invivible caserío.
Todos esperaban el gran aguacero para deshacerse de la nauseabunda basura, los cachivaches y los viejos chécheres.
Por corrientes turbias viajaban hacia cañadas, ríos y mar latas de sardinas, ollas cuarteadas, bacinillas descascaradas, zapatos descuartizados y la esperanza frustrada.
Él había borrado las huellas de aquellos políticos que, en el último día de campaña, abrazaron a pequeños, a padres atormentados y a ancianos desvalidos.
Desde entonces no hubo pan ni promesas.
Los policías, con sus porras macizas y ropa descolorida, vigilaban con hambre la violencia infernal.
Y cada espacio, fétido como atuendo de difunto, era un tarantín de afanosa supervivencia.