En su artículo “La impaciencia de Fukuyama” (El Caribe, 4 de abril 2022), Andrés Dauhajre refuta el planteamiento formulado por Francis Fukuyama de que, con el fin de la Guerra Fría, la democracia liberal se convertía en el modelo político único triunfante.
Le imputa haberse acelerado en su pronóstico porque en los últimos 30 años se produjo una gran expansión de la economía de mercado en el mundo, no así de la democracia liberal.
Remito a la lectura de ese interesante artículo porque en este limitado espacio no puedo hacerle justicia resumiéndolo. Mi objetivo aquí es formular algunas ideas para entender el retranque fundamental que experimenta la democracia liberal en medio de la expansión del capitalismo.
Lo primero es que el argumento de Fukuyama sobre el fin de la historia es un sinsentido. La historia solo terminará con la destrucción total de la humanidad, y a eso, por suerte, no hemos llegado. Mucho antes, Marx también pronosticó el fin de la historia, entendida como fin de la lucha de clases, cuando las sociedades alcanzaran el estadio comunista. El comunismo llegó, decayó y la historia prosiguió.
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Ni la caída del Muro de Berlín en 1989 ni la posterior desintegración de la Unión Soviética traerían automáticamente el florecimiento de las democracias liberales como asumió Fukuyama, aunque sí facilitaron la expansión del capitalismo porque el mundo quedó sin referente alternativo.
La economía de mercado se convirtió en credo mundial con la promesa de prosperidad. Los nuevos ricos se pusieron de moda, la clase media creció por doquier y millones salieron de la pobreza extrema. Eso sirvió para promocionar los méritos del capitalismo.
El problema: la economía de mercado contemporánea se ha fundamentado en la tecnología y la búsqueda de mano de obra barata a nivel planetario. Por eso muchos pobres del mundo no han alcanzado el paraíso económico prometido, e incluso amplios segmentos de capas medias se sienten excluidos del bienestar. Además, en los países capitalistas desarrollados, la otrora poderosa clase obrera quedó desprotegida al competir con una reserva de mano de obra barata mundial.
Resultado: más países y personas se han integrado a la economía capitalista, pero ha aumentado vertiginosamente la desigualdad, produciéndose una gran brecha entre los ricos y el resto, entre las expectativas de mejoría de muchos y sus reales condiciones de vida.
Impulsar o consolidar democracias liberales en estas condiciones es muy difícil porque para mantener las grandes desigualdades económicas hay que generar constantemente antagonismos políticos que cieguen o confundan a los subordinados y restringirles derechos.
De ahí el resurgimiento con fuerzas de nuevas luchas ideológicas y la prominencia de líderes autoritarios con plataformas iliberales, negadoras de derechos humanos a las mujeres, la comunidad LGBT o los inmigrantes. Incluso en los países del capitalismo desarrollado la democracia liberal se tambalea por la precarización del trabajo y los excesivos beneficios otorgados a los ricos que dificultan avances laborales, fiscales y ambientales.
El capitalismo no requiere de la democracia liberal para expandirse, la democracia liberal sí requiere de un capitalismo más redistributivo para surgir y consolidarse.