Ivelisse, irrepetible

Ivelisse, irrepetible

Su voz precedía la firmeza de sus pasos y ese dibujar con las manos las palabras, mientras seducía con perfecta y arrobadora dicción.

Orgullosa de su estirpe, jamás negó la cooptación de su padre por la tiranía, hecho dramático que no impidió convertir su casa en un centro de culto a la democracia, de respeto a las ideas, donde jamás le negaron el derecho a la opinión, a la lectura, a husmear en las tertulias de tanto cautivo ilustre.

Sus broncoespasmos desde la infancia no la arredraron porque el cuido del cariño permitía recuperar el aire necesario. La orfandad le produjo un hueco, como el de la rosa cuando muere, que no lo llena nadie. Presumida, aretes, collares, colores refulgentes en sus atuendos no faltaban.

Severa pero no sectaria. Convincente. Como perenne enamorada de la vida pudo hacer livianas algunas cruces.

Recién llegada de la provincia, en compañía de un grupo de estudiantes visité la emblemática vivienda que acunaba a la maestra y su prole, ubicada en la calle Rosa Duarte.

Su hija Consuelito auspiciaba unas tertulias para hablar de política, literatura, ahí la vi de cerca, aquel encuentro fue importante para mí.

Con su hija no continué la amistad, caminos distintos nos separaron, sin embargo, con ella se gestó un querer que nos persiguió y asomaba de distintas maneras.

Compartimos aquellos años dorados de empeño y luchas feministas, de las propuestas unitarias para reformas legales, de las uniones consensuales como escándalo, el divorcio como falta grave que convertía a las divorciadas en réprobas, la prostitución como condena sin estar tipificada en el código penal, la despenalización del aborto.

Entonces el deslumbre, su vehemencia sin ser avasallante conquistaba de inmediato. Esa manera de disentir para después llegar a consensos críticos.

Repetía su admiración por Hostos, Freire, por Juan Bosch y Peña Gómez, insistía en la revolución educativa y en la reivindicación del magisterio. Con cautela se asomaba a estilos y opciones de vida diferentes que obligaban tolerancia y otrora hubieran provocado crítica tenaz y ostracismo.

El poder no la cambió. Nuestra amistad quedó sellada cuando yo fungía como juez de instrucción de la Quinta Circunscripción del DN. Fue un momento horrible para la exsecretaria de Educación, de intolerancia política, calificó Ivelisse Prats Ramírez “el periodo que dominó el país a partir de 1986.”

Coincidir con ella y Mario Emilio en un restaurante, en Bellas Artes, en el Teatro Nacional o en el cine era una fiesta propicia para el humor y remembranzas, también para análisis político. Sincera, compartía detalles de su excelente relación “belicosamente estable” con el compañero, sus insomnios mientras a todo volumen sonaba, para deleite del marido “melómano furioso”, el coro de los esclavos judíos de Nabucco.

Regidora, legisladora, ministra, presidente del partido más antiguo del país. Madre, esposa, abuela, bisabuela, confesó que nunca dejó de ser aquella niña perdida que el día de las madres buscaba la suya ida antes de tiempo.

Ivelisse la política, la educadora hasta el último hálito. A su coherencia el cómplice cónyuge, padre de Milovan, le llamaba terquedad y esa cualidad permitió que enfrentara la adversidad en cualquier época. Jamás descansó, quería superar cada minuto sus 69 años de aula y 59 de tribuna política.

Su llamada para que desde la JCE les mostraran a sus alumnos del Instituto de Formación Política José Francisco Peña Gómez, el sistema de voto automatizado, no me sorprendió.

Con su indomable locuacidad, me explicó sus planes como Directora Académica del Instituto, además de insuflarme su paradigmático optimismo para continuar el trabajo y resistir. Le fascinó el sistema, indagó detalles, mecanismo, controles.

Aprovechamos para ponernos al día con asuntos entrañables y esos pesares que sabía conjurar con racionalidad y con aquella reconciliación entre Hostos y Cristo que menciona en un poema su amigo desde la niñez Hugo Tolentino Dipp.

Irrepetible esa manera de estar ahí sin estridencias, de decir gracias con grandeza, de enaltecer sin humillarse. Cuanto nos quisimos, cuanto nos respetamos, por eso no puedo decirle adiós.

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