La comunicación social ha perdido el espíritu y su sentido de la defensa de causas. Ayer, la ilusión y la posibilidad de tocar el cielo con las manos asoció la idea del ejercicio periodístico con la nobleza y la apuesta al interés colectivo. Sin embargo, hoy como nunca antes el producto informativo está pautado por una combinación de intereses que, atrincherados en parcelas partidarias, desvanecen el reloj de la objetividad. Salvo excepciones, una mayoría cerró filas en escuchar y/o leer lo estrictamente vinculado a lo que nos deleita, cámaras de eco monitoreadas por aquellos que hacen dinero con los clics.
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Desde el instante en que las avenidas del acceso a la información se multiplicaron, en cualquier esquina tenemos un reportero, siempre dispuesto al uso de sus herramientas tecnológicas para “subir”, y al instante, constituirse en una fuente noticiosa. Así, los requerimientos propios del profesional de la comunicación fueron sustituidos por un ejército de ciudadanos, confundidos en su rol y rápidamente autocalificados de periodistas. De ahí la masificación de ejercitantes de la opinión, personajes sin recursos teóricos y faltos de creatividad que llenan las plataformas de una montaña de informaciones sin valor constructivo para la sociedad. Lamentablemente, hasta poder deslindar las credenciales de cada uno de ellos, el público empaqueta a todos bajo la categoría de periodistas y consume su desinformación.
No sería aceptable que en el país se quiera restringir la proliferación de las fuentes informativas. Por eso, el interés de ordenar contenidos y calificar la profesionalidad de los que opinan no puede confundirse con la conculcación de cualquier tipo de opinión. La gravedad radica en que la diversificación de las fuentes y mecanismos de opinión están cambiando rigurosidad profesional por popularidad, al punto de llevar un producto comunicacional de baja calidad y cualquierizado, sencillamente porque las correas de transmisión carecen de formación o porque los conduce la intención de tergiversar. Es allí donde se fundamenta nuestra preocupación.
En ese contexto y estimulado por alarmantes niveles de rentabilidad, hemos dado paso al establecimiento de una jauría mediática. Y la retrata el acento extorsionador que encuentra en funcionarios, empresarios y figuras de la selva partidaria, la fuente de estímulo. Creen que dañan, lanzan cualquier clase de falsedad reproducida por estructuras rufianescas que terminan habilitando acercamientos en búsqueda de cobrar. Afortunadamente, la gente decente intuye sus malsanas prácticas. Por desgracia, algunos ceden.