Mis estudiantes en la universidad solían oírme hablar de la manera tan gráfica como en la Universidad de La Habana Camila Henríquez Ureña nos explicaba las diferencias entre el habla del historiador y el discurso de la ficción. Los límites entre historia y literatura ella los abordaba recurriendo a un pasaje escalofriante de “La divina comedia”, ese libro que escribiera Dante Alighieri pintando un cuadro patético de la Italia de Güelfos y Gibelinos. Toda Florencia conocía el caso del conde Hugolino, encerrado junto a sus hijos hasta su total extinción en la torre de un viejo palacio.
Se trataba de un acontecimiento que los historiadores registraban con minuciosidad, como parte de esa larga lucha que el pueblo italiano libró hasta forjar los caracteres del estado nacional. Pero las crónicas históricas no podían decir qué ocurrió allí dentro después que los carceleros tapiaron la puerta. La historia objetiva se detenía en las puertas mismas del desenlace, y sólo después que Dante escribiera su historia ficticia del Infierno, la imaginación contaría a los italianos los sinsabores del conde Hugolino, condenado eternamente a morder la cabeza de sus hijos en el Infierno, porque en la desesperación del encierro, mirándoles caer uno a uno, había comido de sus carnes para sobrevivir él mismo un poco más de tiempo.
Lo que Camila Henríquez Ureña pretendía enseñarnos con ese cuadro aterrador extraído de “La divina comedia”, atañe a los límites de uno y otro discurso. ¿Cuáles son las diferencias entre la verdad de la historia y la verdad del arte? ¿Qué distingue a estas dos prácticas sociales que tiene a la lengua como materia prima?
A la historia le era imposible atravesar esa puerta cerrada. La historia no puede sino clausurarse a sí misma en el instante en que los verdugos condenaron la puerta para que el conde Hugolino muriera junto a sus hijos. Hasta ahí llega el dato. Más allá de esa puerta nada ocurrirá para el historiador. La literatura, en cambio, para inyectar en lo real la dimensión de la ficción desbordada, tenía que derribar esa puerta. Si la literatura se quedara en el umbral, si la ficción que atraviesa el relato no edificara mundos imaginarios a partir de un hecho real, la muerte del conde Hugolino no hubiera pasado de un acontecimiento histórico, de una referencia que se explicaba en su relación de causa a efecto.
¡Éste será, sin ninguna duda, el gran dilema de quienes lean “Johnny Abbes! vivo, suelto y sin expediente”, la novela de Tony Raful que ponemos hoy a circular. Porque en esta novela el discurso historiográfico toma el relato como modelo privilegiado de exposición; y, sin embargo, lo que se estructura como historia es siempre ficción, mundo inventado. La novela discurre íntegramente fluyendo desde un monólogo interior. Jonny Abbes es quien nos habla. Él es quien establece valoraciones, juzga. Cada capítulo, cada acontecimiento, todos los hechos referidos, son consustanciales con la siniestra biografía del personaje narrador. Nunca como en esta novela es fundamental subrayar la independencia del personaje narrador del autor. El autor está fuera del discurso de la ficción, el personaje narrador vive en el seno de la ficción. Y no importa que el autor, Tony Raful, haya hecho acopio de una impresionante documentación histórica, e incluso que el propio personaje narrador trate de esclarecer hechos reales que forman parte de la historia general del pueblo dominicano sustentándolo como si fueran una verdad absoluta. Lo concreto es que quien habla intenta explicarse a sí mismo en el escenario de su propia historia, pero irremediablemente es un personaje de la ficción. Oigamos a Johnny Abbes auto presentándose en ése escenario:
“Me llamo John William Abbes García, mi padre se llamaba George Abbes, mi madre se llamaba Altagracia García Alardode Abbes. Mi padre era norteamericano de origen alemán. Nací el 27 de marzo de 1924 en la entonces ciudad de Santo de Guzmán(…). Pero en realidad yo nací a la vida útil y al servicio de mi país, el día que Trujillo me recibió en el palacio nacional”.
De ahí en adelante todo se va entretejiendo. Desde la primera página entran en escena los dos personajes centrales de la novela. El encuentro de Johnny Abbes con Trujillo es un alborozo contenido entre la admiración inconmensurable y el miedo, que pasa de inmediato a la ficción viniendo de la historia. Cifrar su doble nacimiento empotrando a Trujillo como un vientre nutricio, es más que el desparpajo de un lambón. Un acierto fundamental de este texto de Tony Raful es fundar la narración en la mirada de un innombrable que en la historia oral de los dominicanos ha ocupado todo el imaginario del terror. No hay un dominicano que no haya oído hablar de Johnny Abbes, que no lo asocie a la atmósfera de miedo del trujillismo, pero hasta hoy nadie lo había oído explicar, y hasta justificar, el prontuario criminal que lo signa. El universo trujillista que se aposentó en la oralidad nacional era una suma de historias, rumores, miedos, chismografías, y decires, dispersos en la nebulosa del horror. La oralidad es un componente fundamental de la opresión en los regímenes absolutos. La relación espacial de todo lo que cuenta en el presente, el resucitado que es Johnny Abbes, es también una recuperación del pasado. Son muchas las andanzas que la oralidad atribuye a la siniestralidad sinuosa del más afamado esbirro trujillista, pero lo que todo ese río desbordado de historias y pesares no tenía era un diseño. Leyendo la novela para escribir estas notas pensé que el objetivo de Tony Raful era ése: darle un diseño a toda esa oralidad que podría haberse perdido. Esculpirlo en esa figura de espanto que hemos nombrado una y otra vez sin sospechar su dimensión verdadera.
Y en este sí que no podemos olvidar que toda obra literaria es un sistema, funciona atendiendo al conjunto de elementos que la integran de manera solidaria. Si un acontecimiento o personaje es mencionado dentro de ese sistema, su significación no es mecánicamente equivalente a la que tiene en la realidad. Lo opuesto a la ficción no es la verdad, sino el hecho concreto, del cual la ficción se aleja, enriqueciéndolo, porque más que confirmar o interpretar lo que sucedió, a la ficción lo que le interesa es lo que puede haber sucedido, o lo que podría ser. Por eso en esta novela Johnny Abbes aparecerá actuando como un agente trujillista internacional en México, en Guatemala, en Cuba, y en nuestro propio país. Todo narrado por él mismo, con mucha pasión, y sin que asome en su conciencia la más mínima pizca de arrepentimiento. Incluso juega con la versión de su propia muerte. Pero uno puede encontrarse con que sus apelaciones a la verdad acaban reñidas con la más elemental idea que se pueda tener de la atmósfera del poder absoluto. Al leer esta novela nos ponemos en contacto con el conjunto del espacio trujillista, en otro orden del conocimiento. Pero la saturación de cada instante en la historia objetiva del trujillismo es tan parecida a la ficción que la representación de la búsqueda de una estructura necesita de la historia para manifestarse. La interpretación de la novela que presentamos hoy empuja inexorablemente hacia la interpretación de la historia. ¿Hay un mejor personaje que Johnny Abbes para encarnar esa polarización esencial del trujillismo entre la vida y la palabra? En cada capítulo de esta novela es eso lo que se expande, la inexplicable, la gigantesca polarización entre la vida y la palabra, que en el espacio del absolutismo se padece.
Incluso el propio Johnny Abbes, que es quien habla y habla en este texto vuelve sobre sí mismo espantado al final de la novela, porque para él la palabra servía únicamente para intimidar y ocultar.”-De todas maneras, Glorita, estoy preparando unas memorias, corrigiendo la anterior y agregando los párrafos y capítulos que me suprimieron. Voy a decir cosas nuevas, ahora no me importa decir todas las verdades. Lo voy a decir todo. Total, un día de estos me muero de verdad y ni se van a dar cuenta”-. Y súbitamente hace regresar a su memoria un día remoto en el cual él acompañaba a Trujillo en una caravana, rumbo a la inauguración de la iglesia Santo Cura de Ars, y al pasar por la Avenida Duarte observó la construcción de un sólido edificio que era un signo de modernidad en el ambiente. Trujillo averiguó de quién era aquel edificio y le informaron que era de un turco apellido Raful. Entonces baraja el azar del destino, y exclama: “En estos días de búsqueda y cacerías, alguien que lleva ese apellido, ha emprendido una tenaz campaña, para pelear conmigo e interponerse en mis últimos años, e identificar mi presencia en los Estados Unidos con fines sádicos y de supuesta extradición a la República Dominicana(…) Ahora recuerdo claramente aquel edificio de la avenida José Trujillo Valdez, en construcción, frente al cual se detuvo la caravana de vehículos encabezada por el generalísimo Trujillo, (…) y unos niños que aletean alrededor de un árbol de limoncillo. Parece que él, mi verdugo favorito de hoy, a quien nada le hice ni a él ni a su familia, era un niño entre aquellos niños de entonces, aquel domingo de febrero en el cual el jefe se detuvo para ver la construcción de su padre. Oh, si pudiera navegar en el tiempo, si pudiera, si pudiera viajar al pasado, ¡cómo me habría gustado haber sido Herodes en aquel instante, en que él era débil y yo era fuerte…”
El personaje narrador cierra su relato el 8 de noviembre del 2018, en New York, Manhattan, Estados Unidos. Y uno sospecha, solo sospecha, que el Herodes que él quería ser está vivo. Y que el niño de apellido Raful que se le escapó, también.